martes, 6 de septiembre de 2016

CAPRICHO DE LA NATURALEZA SUBTERRÁNEA


EL SUEÑO DE UN ESPELEÓLOGO

He aquí a la protagonista de nuestra historia. Cristalina, inocente, hermosa, pero empecinada gota, que paciente, durante miles y miles de años se hace camino por las duras rocas calcáreas, dando forma y color a las simas, a las grutas, a esas burbujas misteriosas, siempre llenas de esperanza.
Cualquier fisura, cualquier resquicio calizo de la corteza terrestre, por donde un ser humano puede penetrar, será explorada por el espeleólogo, ese científico deportista, entrenado, que consciente de los peligros, pero con gran ilusión, se lanza bajo tierra, sin dudarlo, en busca de aventuras.

En el terciario, hace 250 millones de años, la corteza terrestre se plegó en ondulados movimientos, que abrieron fallas con fisuras y grietas (diaclasas).

Pero durante muchos milenios, una de tantas, quedó sin comunicación exterior. Así estuvo clausurada para cualquier animal, hasta aquel maravilloso momento, solo habitada por algunos insectos trogloditas.

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Las obras de ampliación de una carretera de montaña habían dejado al descubierto un pequeño agujero de tan solo diez centímetros en la pared que conformaba la cuneta.
Mientras esperábamos a que abrieran nuevamente el tránsito y como no teníamos nada que hacer, nos acercamos distraídos a aquel orificio. Lanzamos una piedrecita y escuchando atentamente el ruido nos reveló su profundidad.

¡Caramba! Parecía profundo y se ensanchaba, así que tomamos un escoplo y una maceta, que casualmente llevábamos en el coche y nos liamos a golpes hasta que pudimos introducir nuestra cabeza. Dejamos caer otra piedra y esta confirmó que era profunda.

¡Dios mío¡ Habíamos descubierto una sima, parecía accesible y seguramente sin otro acceso.
Era un milagro, el sueño de todo espeleólogo. Una cavidad virgen. Íbamos a ser los primeros que la visitaran, así que podríamos admirar toda su belleza, sin que nadie las hubiera destrozado aún, pues apreciábamos algunas formaciones calcáreas en plena actividad. 

Tampoco sabíamos su auténtica profundidad ni sus dificultades para su acceso y su exploración. Ante nosotros teníamos esa atractiva incógnita de la espeleología.

Sin pérdida de tiempo, fuimos hasta mi casa y tomamos todo el equipo que disponía para ello. Eran tiempos antiguos y normalmente se utilizaba aún electrones (escalerillas de duraluminio y cable de acero) y cuerdas de nailon, que terminaban de sustituir a las de cáñamo, más pesadas, que absorbían la humedad y mucho menos resistentes.

Celosos porque nadie  descubriera nuestro hallazgo, habíamos tapado el orificio con unos matorrales, así que tras quitarlos y asegurar el equipo, descendí consciente de que era el primer ser humanos que la hollaba.


Descendí por el electrón, y su tintineo me fue guiando por las tinieblas de la sima, angosta en este lugar. La modesta luz del carburero dejaba vislumbrar aquel espacio. Mi corazón latía más rápido por la emoción, a la vez que una extraña y estremecedora sensación recorría mi espalda.

A los pocos metros, aquella diaclasa (grieta) se ensanchaba y quedé colgado en el vacío. Ahora descendía acompañado de unas preciosa formaciones que semejaban cortinas, que al rozarlas sonaban como graves campanas.

No tardé en alcanzar una acumulación de derrubios y tras dar un vistazo a mi alrededor, di la señal para que descendieran los demás.

Nervioso por el ansia, esperaba a mis compañeros. Las gafas se me empañaban por la altísima humedad. Eso era buena señal; disponía de agua, aún estaba activa.

Lentamente, nuestros ojos se adaptaban a la penumbra, conscientes de que éramos los primeros en admirar aquel lugar, hasta ese instante sumergido en las tinieblas.


Luis Santamaría asciende con el electrón.
Un fuerte estruendo, a pocos metros de nosotros, nos dejó encogidos bajo los cascos. Rápidamente dirigimos nuestras miradas hacia el lugar de donde provino aquel peligro. Una gruesa estalactita había caído del techo, destrozándose como si hubiera sido de cristal, posiblemente rota por algún movimiento sísmico, se habría quedado en latente equilibrio, hasta que, posiblemente, las vibraciones de nuestras voces la desprendieron.

Todas las paredes se encontraban cubiertas púdicamente de concreciones calizas. La diversidad de tonos era impresionante. La constante gota de agua había transportado caprichosamente diversos pigmentos que durante miles de años habían coloreado aquel lugar.
Por la fisuras del techo pendían ondulantes cenefas acabadas con multitud de estalactitas. En las paredes se veían formaciones paralelas en forma de órgano.

Poco a poco, con extremo cuidado y pisando todos en las mismas huellas, fuimos avanzando por la hermosa galería, quebrando inevitablemente algunas pequeñas formaciones que parecían de cristal. admirábamos todos aquellos colores y formas, como si acabáramos de entrar en una sala de exposiciones de arte, completamente asombrados.

Un grupo de gruesas estalagmitas recibían pacientes el agua cargada con carbonato cálcico de sus correspondientes estalactitas, que sobre ellas pendían de las paredes extraplomadas. En su lentísima carrera, algunas habían conseguido alcanzar a sus receptoras, uniéndose en un sólido y eterno abrazo, para transformarse así en columnas.
Algunas quebradas, mostraban sus cicatrices, testigo de recientes movimientos de la corteza terrestre.


Bordeamos un gour, esa presa carbonatada, ahora seca, que en su día acumuló el agua, en una fase más activa, pero ahora no lo estaba: los caprichosos senderos del agua la tenían olvidada, pero no por ello exenta de interés y belleza, pues mostraban su historia.

Aquí, sobre la cumbre de dos estalagmitas ahuecadas en su día por la descalcificación, descubrimos sendas pisolitas*, las perlas de las cavernas. Junto a ellas, otras estalagmitas estaban cubiertas de formaciones coralinas de extraordinaria belleza.


Poco después, en un rincón, tras un grueso enrejado, encontramos unas finísimas formaciones tubuliformes, de hasta tres metros de altura. Su espesor era, a lo sumo, de cinco milímetros. Algunas ya habían alcanzado el suelo sobre su incipiente estalagmita, que debido a la rapidez de su formación, no les había dado tiempo en desarrollarse. Eran huecas, como macarrones, casi transparentes, de finísimas paredes y el agua circulaba por su interior para salir al exterior depositando su carga de carbonato cálcico, en su gota, auténtico calibre en su construcción.


Pronto quedamos invadidos de estupor, al descubrir, que estas delicadas formaciones zumbaban espantosamente ante el sonido de nuestras voces.

Nuestros comentarios tímidos por tanta belleza, ahora se reducían a meros susurros. Una de ellas, se había partido en mil pedazos, posiblemente por el estruendo que provocó la caída de la estalactita más atrás. Nuestras miradas seguían aquellas frágiles figuras hasta el piso de aquella gruta afortunada, pues son pocas las que aun conservan estas delicadas obras de la naturaleza invictas por el paso del hombre.

Escondida, encerrada en aquel enjambre de finos barrotes, una singular estalagmita traslúcida, con las cualidades del ámbar nos dejó anonadados. Jamás habíamos visto en ninguna gruta semejante concreción.


Ahora y tras ascender varios metros por una colada, auténtica cascada petrificada, alcanzamos rincones y suelos repletos también de caprichosas bellezas.

Una preciosa cortina se descuelga por una inclinada pared,  serpenteante, para ofrecernos un acabado muy original. Está decorada con multitud de protuberancias, que le dan cierto aspecto de encaje, pero apoteósicamente terminada con dos estalactitas floreadas que no se parecen. Siendo hermanas y a escasos milímetros una de otra, su formación ha sido distinta. El agua rezuma por ellas, dándoles vida con su brillo, para saltar hacia el suelo, satisfechas de su obra.


La calcita triásica, de color rojizo, impera en esta pared repleta de gruesas columnas donde descubrimos alguna excéntrica formación retorcida, que imita a un rabo de puerco.
La colada, aquí, como la superficie de un río helado, nos conduce horizontalmente en dirección norte, para descender ahora en pequeños gours, auténticas presas escalonadas llenas de agua y repletas de formaciones de aspecto coralino.

Nuestra imaginación descubre entre esta magnífica decoración formas reconocibles: brujos, dedos entrecruzados, hermosos broches e incluso falos impúdicos, que nos provocan, en nuestro pasmo, alguna que otra sonrisa.
A nuestra derecha, ahora imperaban las formaciones rojizas cargadas de mineral de hiero. Eran de grueso tamaño y cambiaban de aspecto al menor movimiento de nuestras luces.
Ahora, otro grupo de formaciones nos trasladan a un bosque embrujado, repleto de setas petrificadas y cortinas decoradas por escamas, como las de la piel de un monstruo marino.


Con auténtico mimo seguimos recorriendo la galería, que no para de sorprendernos con sus originales formaciones, muy diferentes unas de otras. Mantenemos la esperanza de que alguna grieta nos conduzca a nuevas galerías, a grandes estancias, repletas de estos hermosos tesoros que mantienen nuestra ansia. Pero ahora, la diaclasa, esta decoradísima grieta, quedaba angostada y sellada por sus propias formaciones, por la firma del artista al paso del ser humano.


Nuestro descubrimiento, nuestro recorrido, había sido una lección magistral, de lo que con tiempo, durante millones de años, esa gota de agua, verdadero artista, había revestido con auténtico gusto aquella grieta, formada por los plegamientos inevitables de la corteza terrestre, ante el empuje constante de las placas continentales.

Gran parte de las numerosas grutas, que durante mucho tiempo habíamos visitado, debieron disponer de semejantes decoraciones, pero el continuo paso del hombre, egoísta, desmanotado e inculto, las había arrasado para siempre, dejando solo aquellas que no pudo llevarse o romper.

Quisiera recalcar, que cualquiera de estas formaciones fuera de su contexto, no tienen valor alguno, lo pierden.


Respetemos estas magníficas obras de la naturaleza, pues lo son.

* Ver el artículo: 
http://manoloambou.blogspot.com.es/search/label/PISOLITAS

Fotografías del autor.

Manolo Ambou Terrádez

4 comentarios:

  1. Magnífico, Manolo me ha encantado y yo también tuve el placer de entrar poco después que tu.
    Un reportaje excelente

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  2. Muy bueno el relato. Recuerdo las emociones que sentí al entrar poco después contigo, has conseguido que las reviva.

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  3. Manolo, una vez más me sorprendes con tu descubrimiento y tu narrativa sobre vuestra aventura ¡Enhorabuena!

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