lunes, 5 de febrero de 2024

VALLE BLANCO y MER DE GLACE



Un descenso de esquí singular


Era un día soleado, espléndido. Esquiábamos en la estación de Courmayeur, en el Valle de Aosta, (Alpes italianos, al pie del Mont Blanc.) Dos días antes habíamos detectado en su cumbre la clásica masa nubosa, (en argot montañero, el asno), que anunciaba la llegada de mal tiempo a los tres días siguientes, así que era la última oportunidad que disponíamos para realizar el descenso soñado: del Valle Blanche y la Mer de Glace hasta Chamonix.

25 km de descenso sauvage (salvaje).


El asno del Mont Blanc

Era medio día y habíamos terminado de impartir las clases a las socias y socios del club de Esquí Valencia.


Un pequeño grupo con alto nivel de esquí (Emilio y David Solana, Pilar Delgado y mi compañera Pilar Álvarez), se habían unido a la aventura proyectada por Carlos Durán, Nicolás Gil y un servidor. 

  



El tiempo lo teníamos muy justo. Rápidamente acudimos al primer teleférico, que junto con dos trasbordos más, nos subirían hasta el Refugio Torino, a 3375 m.

Atravesamos, el solitario y en aquel momento vacío refugio, y salimos a la cabecera del Vallée Blanche.

Ante nosotros teníamos las Catedrales de los Alpes. El mayor espectáculo alpino que probablemente se pueda admirar.  Extraordinario lugar donde se realizaron las mayores aventuras de alpinismo en el monstruoso macizo granítico.




A nuestra derecha, se alzaba agudo y arrogante el Dent du Géant (El Dente del Gigante), con sus 4013 m, a la izquierda, la enorme masa del Mont Blanc de Tacul con sus 4248 m, que en parte ocultaba al propio Mont Blanc, con sus 4805 m., más adelante, la aguda Aiguille du Midi con sus 3842 m, con su torre de comunicación y desde donde partían varios descensos de esquí. La lejanía imposibilitaba apreciar a los esquiadores, que seguro descendían el glaciar.


De izquierda a derecha: Pilar Delgado, Emilio Solana, Nicolás Gil, David Solana, Manolo Ambou, Pilar Álvarez, Carlos Durán.


Por debajo del Diente del Gigante, de lado y algo escondidas, las míticas y temidas Grandes Jorasses. Pero aún no había terminado aquella visión alpinista, faltaba la Aiguille du Dru, que con emoción esperaba contemplarla desde la Mer del Glace.


Entusiasmados, nos calzamos los esquís y empezamos el descenso por aquella nieve polvo de excelente calidad.

Me he quedado el último adrede, para controlar cualquier adversidad. Para mi sorpresa, el primer problema lo voy a tener yo mismo; mis esquís no se deslizan correctamente, se me ha quedado pegada la nieve en la suela y no patinan adecuadamente. Mis compañeros se han detenido para agruparnos. Cuando los alcanzo les comunico la incidencia y la solución que de inmediato la resolverá: frotaré las suelas con cera roja (es la idónea para este tipo de nieve), pero cuando tras soltar las botas de la fijación apoyo el pie, la pierna se me hunde completamente en aquella nieve profunda. Quedé colgado con el pecho sobre los esquís. Una vez incorporado froté la cera, primero en el esquí derecho y luego en el izquierdo.

  • ¡Uh, qué nieve! - comentamos todos a la vista del descenso que nos espera.

Hay que controlar, especialmente, las grietas trasversales del glaciar para no caer en ellas. Algunas pueden estar ocultas por la nieve.

Tenemos ciertos conocimientos de glaciarismo, pero lo mejor será seguir (más o menos), las huellas trazadas por anteriores esquiadores, que seguro que han bajado con expertos y conocedores guías. Conviene recordar que es un descenso de esquí sauvage. 


Esquí salvaje fuera de pistas.


La nieve nos sumerge hasta las rodillas. Bajamos por la izquierda del glaciar. Hermosos, redondeados, suaves y rítmicos giros nos llevan por aquella contundente pendiente virgen. Todos intentamos firmar el descenso con una huella propia.



Poco a poco vemos cómo se va abriendo el hermosísimo valle. No podemos reprimirnos y gritamos de alegría ante aquella nieve tan estupenda y aquel paisaje tan singular (tantas veces descrito en nuestros libros de montaña.) De vez en cuando nos agrupamos para mirar hacia atrás. Qué huellas más admirables. 



Llevamos un buen rato cuando comenzamos a apreciar a los esquiadores que descienden de la Aiguille de Midi, Son aún pequeños puntitos que se nos unirán en la cabecera de La Vallée Blanche mucho más abajo.



A nuestra derecha, en la Aiguille Verte aparece una mole inmensa de granito. Se trata de la mítica e imponente Aiguille du Dru, con sus 3754 metros. Me quedo extasiado contemplando la inmensa pared que ha albergado tantos relatos, tantos dramas y tanta alegrías a expertas cordadas en sus intentos por conquistarla.




Terminamos de unirnos con los que descienden de la Aiguille du Midi. Las antes estupendas nieve y pendiente, se han transformado en un recorrido de nieve pisada, muy dura, casi hielo, de poca pendiente, que nos lleva por encima de la lengua del glaciar hacia el valle de Chamonix, sorteando las grietas laterales, ya muy bien marcadas. 




Utilizando paso patinador, aceleramos nuestra marcha hasta alcanzar una ruta que nos permita salir del glaciar: progresivamente se hace impracticable por las numerosas grietas y el caos de seracs en escandalosa cascada de hielo.



El camino asciende con cierta pendiente y lo subimos descalzándonos los esquís. A punto de concluirlo, vemos un buen grupo de esquiadores tumbados en las rocas, al sol, todos con apetecibles y refrescantes bebidas.
  • ¡Caramba! ¿Qué pasa, qué es esto? – dijimos llenos de
    envidia al ver aquella escena tan inesperada.

Ascendemos un poco más y pronto aparece la respuesta. En una pequeña y modesta casita de madera, equipada también con un limpísimo wáter, es donde venden los refrescos.

  • ¡Que buen acierto han tenido! - comentamos sedientos tras el gran descenso. 

A pesar de que nos viene algo justo para tomar el autobús no pudimos resistir la tentación. Nuestros apartamentos estaban en Courmayeur y teníamos que cruzar desde Francia (Haute-Savoie) hasta Italia (Valle de Aosta) atravesando el Mont Blanc por el túnel de 11’6 kilómetros. Nos rehidratamos y seguimos descendiendo hacia Chamonix. La ruta, aunque bien marcada no estaba exenta de problemas. Un alud había cubierto la ladera dejándola bastante incómoda por la acumulación de nieve muy irregular y con enormes bultos. 


Más adelante, el descenso se suavizaba (por lo que parecía un camino forestal), hasta alcanzar una pequeña estación de esquí que, al descenderla, nos llevó cerca de la parada del autobús, pero… acababa de partir el último. No tuvimos más remedio que tomar dos taxis. 


Como había vaticinado el asno del Mont Blanc, la climatología se estropeó progresivamente. Empezó a nevar suavemente, pero ya estábamos en casa.

Jamás olvidaremos aquella aventura ¿verdad que no, compañeros y compañeras? (y conste que fue un mes de abril de hace 38 años).


NOTA: Al intentar incorporar un plano situando nuestro recorrido, y comentándolo con esquiadores que me han informado, incluso con Nicolás Gil que ha repetió el recorrido años después, he quedado horrorizado del enorme retroceso que ha sufrido el glaciar de Mer del Glace en su longitud y espesor, puede que cerca de un centenar de metros en el grosor del hielo. Por ello para salir de la cavidad del glaciar de regreso a Chamonix están instalando una telecabina, que evitará la enorme escalera imprescindible para salir de allí.

Y aún hay quien niega el cambio climático.

Lo siento.


Fotografías del autor.


Manolo Ambou Terrádez

martes, 19 de diciembre de 2023

MI ENCUENTRO CON PLÉYADES


UN POCO MÁS DE ASTRONOMÍA


Es otra noche oscura, sin nubes ni luna. El cielo brilla con su propia luz, sin el reflejo de la contaminación lumínica. No hay luz humana artificial, generalmente mal orientada, desacertada...

En el monte hace frío. Una suave brisa roza mi rostro. He acampado al aire libre. Hago vivac. No me gusta dormir cubierto mientras no haya riesgo de precipitaciones atmosféricas. Dentro del saco de dormir, acogido por el suave y ligero plumón, contemplo el cielo a través de un espacio abierto ante mis ojos. Temo dormirme en mi relajante inmovilidad pese a los desesperados meteoros que, brillando, atraviesan el espacio con más o menos duración, dependiendo de su masa. Pero esto es solo un regalo extra del cielo. Centro mi atención en descubrir la geometría de las constelaciones que tengo ante mí y que dan vueltas al eje polar. Pero esta noche hay muchísimas estrellas que casi las ocultan. El cielo está más bien blanco, aprecio muchas más estrellas que nunca. Hace muchos años que no contemplaba un cielo tan luminoso, me emociona, hasta me da escalofríos esta extraordinaria visión. Estoy algo turbado.


Esta situación emocional me trae recuerdos de juventud junto a mi abuelo: es verano, estamos recostados sobre un montón de paja en la era del molino, cubiertos con una manta, contemplando el firmamento en aquel valle de Mira. 



El molinero se admiraba de lo que debería haber allí en lo alto, tan lejos, con aquellas marcas brillantes que parpadeaban de forma picarona, incitándonos a que habláramos de ellas. ¡Que silenciosas se mostraban tantas noches ante la indiferencia de gran parte de la humanidad!

Pero nosotros les hacíamos caso, las admirábamos.  

Más tarde, en mi afición por el montañismo, en muchas ocasiones me orientaron. Me acompañaban. Las conocía.

Ya entonces soñaba en una noche como esta para mirarlas con un telescopio. Con una óptica adecuada, me pasearía entre ellas para apreciar aquellos cúmulos estelares que se agrupan especialmente en la banda más brillante que recorre el cielo, en la Vía Láctea. El Camino de Santiago, que decía mi abuela.

Y ese día llegó, algo tarde, pero llegó. Era una noche de diciembre muy fría. Estaba solo con un modesto telescopio reflector de 1000 mm. Ya había orientado su montura al norte, hacia la estrella polar y ahora, podía realizar un seguimiento manual sin que se me perdiera el objeto elegido.


El inmenso cielo estrellado nos confunde a la hora de dirigir nuestro telescopio. Hay tantas maravillas escondidas entre las estrellas.

Después de unos inciertos paseos por el cielo, pues no sabía dónde dirigirme ante tal cantidad de estrellas, opté por conducirlo a una graciosa y pequeña constelación, pero con gran personalidad, que mi querida abuela llamaba Las Cabrillas. La constelación que casi se aprecia mejor de reojo que si le dirigimos fijamente la mirada. 

Se trataba de la M45 Pléyades, Las siete hermanas, una agrupación estelar abierta muy bonita formada por estrellas jóvenes. A simple vista solo se aprecian siete estrellas, pero al mirarla con el telescopio me sorprendió.


Pléyades o Las siete hermanas, este cúmulo estelar que contiene estrellas calientes muy jóvenes en la constelación de Taurus a 444 años luz de la Tierra.

La tenía ante mi ojo brillando potentemente entre numerosas estrellas más pequeñas. Solo conocía el nombre de su estrella central superior, Electra.


Estaba fascinado. Había entrado en otro mundo. Poco después cambié de ocular y dirigí el telescopio a una pequeña zona donde aprecié multitud de estrellas muy pequeñas y muy próximas unas de las otras. Repetí mi acción con un tercer ocular, el más potente, y se multiplicaron enormemente en aquel diminuto espacio del cielo. Me separé del telescopio y contemplé el resto del firmamento. Dirigí la vista hacia los cuatro puntos cardinales y comenzaron a temblarme las piernas. Estaba emocionado. Aquella observación me había dejado más pequeño respecto a la realidad, mucho más pequeño de lo que hasta ahora creía. Desde aquel momento, el infinito estaba más lejos para mí, mucho más lejos.

Ya no pude desprenderme de aquel hechizo y trato de plasmar en fotografías (mi gran afición), aquellos hermosos rincones del espacio de las frías noches de atmósfera limpia. 

Posteriormente averigüé que tipo de tecnología se requería para realizar el seguimiento a los diferentes objetos celestes que, fielmente, aparecían conforme avanzaban los meses del año.


Y por fin, ya equipado, llegó el momento de iniciarme en ese mundo del cielo profundo. Los objetos a los que me refiero, únicamente podremos descubrirlos y fotografiarlos tras largas exposiciones de muchas horas de imágenes apiladas. Solo telescopios profesionales con óptica de grandísima luminosidad lo harán posible.

Una montura ecuatorial motorizada que gira a la velocidad del cielo, (bueno, quien gira es la Tierra), una cámara astronómica capaz de enfriar al sensor diversos grados bajo cero en largas exposiciones, un tubo guía con una pequeña cámara (también astronómica), conectada a un ordenador que corrige los fallos de seguimiento de la montura ecuatorial, permitiendo así

exposiciones de cientos de segundos, y uno de mis objetivos habituales para capturar la fauna.

El ordenador astronómico busca el objeto elegido y nos deja todo a punto para comenzar la sesión fotográfica. Necesitará varias horas hasta recoger la tenue luz que emiten los entes del cielo profundo. Después, poco a poco, aparecerán las imágenes maravillosamente escondidas entre las estrellas: galaxias, nebulosas y cúmulos estelares.

Pero aún no he terminado. Falta procesar todas estas tomas. Es muy técnico, muy complicado, requiere el aprendizaje y manejo del programa astronómico mencionado, el cual ha de: apilar todas las imágenes capturadas, eliminar deformaciones atmosféricas y conseguir la nitidez y el color real de cada elemento sin gradientes que lo deformen.

Yo aún soy un novato, pero poco a poco voy aprendiendo y obteniendo mejores resultados. 

Envenenado y prisionero por mi curiosidad, ahora he quedado embriagado para siempre. 


Buenas y oscuras noches, amigos.


Fotografías del autor.


Manolo Ambou Terrádez

lunes, 25 de septiembre de 2023

ESQUIANDO: ALUD Y NIEVE PROFUNDA







LA PLAGNE, ALPES FRANCESES 

Es el primer día de esquí en los Alpes. Empiezo la temporada con mis actuales alumnos del Club de Esquí Valencia. Esta vez, nuestra acostumbrada estancia de Fin de Año la hemos programado en La Plagne (valle de Terentaise, en el departamento de Saboya). Los franceses son grandes profesionales del mundo del deporte blanco y este tipo de inmensas estaciones son habituales. 


No obstante, no la conozco y por ello, he decidido llevarlos al punto más elevado. Partimos al pie de nuestros magníficos apartamentos. Los esquiadores valencianos hemos copado gran parte de este gran complejo invernal. 


Los objetivos de esta “excursión” son varios. Además de conocer la estación y evitar desorientarnos (es inmensa, insisto), quiero avivar la práctica de mis alumnos ya que, aunque expertos (algunos son repetidores desde hace algunos años conmigo), probablemente sea la primera esquiada de la temporada. De paso, evaluaré el nivel de esquí. 


Hemos cogido varios remontes y terminamos nuestro ascenso a la parte más alta de la estación. El recorrido de la telesilla es el más largo que he hecho, al menos hasta la fecha: 14 km. Un trayecto que sube y baja y vuelve a ascender y desciende y sigue… y de esta forma salva un valle entero.


La ruta es por pista roja y contiene tramos por pista azul muy largos. También se cruza el Túnel. Como os había dicho: me gusta conocer anticipadamente las pistas que luego elegiré para practicar con mis alumnos. 


Mi compañera Pilar, con un alto nivel de esquí, nos sigue detrás, fuera de clase. Nos acompaña y también aprovecha para reconocer, como nosotros, la estación.


De vez en cuando dejo que los alumnos me adelanten: examino sus incorrecciones para, en días sucesivos, corregirlas mediante ejercicios específicos. 


Iniciamos la ruta elegida que atraviesa el largo Túnel y nos deja ya encarados al valle de inicio. Me paro en la loma y desde allí espero que terminen de pasar los últimos miembros de mi grupo. Pilar, siguiendo mis indicaciones, se ha detenido con el resto a unos 50 m de donde estoy yo. Estamos envueltos por la niebla que invade esta parte alta del valle y hay dos alumnos que vienen algo retrasados. Los cuento y… ¡estupendo! sólo faltan dos, un matrimonio que viene rezagado.


Pero de pronto noto que algo me empuja hasta la altura de la cadera. Instintivamente y con rápidos movimientos de escalera con los esquís me subo sobre la masa de nieve que se me lleva. Quedo sobre ella y evito que me tumbe, pero mis dos rezagados alumnos no supieron evitar el trance.

Él queda semi cubierto de nieve, pero está consiguiendo salir. Su pareja ha desaparecido envuelta por la nieve. Corro hacia ella mientras aviso a mis alumnos:


— ¡Alud, alud! —


Llego al caos de nieve que ya se ha detenido por este lado. Hago que salten mis esquíes y escarbo rápidamente hasta que felizmente encuentro su cuerpo, inmovilizado por aquella masa blanca compactada por su desplazamiento.

Dejo al descubierto su cabeza, la desentierro y la ayudo para que se monte nuevamente en los esquís. La esperanza que su marido venga para ayudarnos es vana: aterrado, ha puesto esquís en polvorosa hacia el grupo que había reunido mi “ayudante” Pilar, en aquel descenso de reconocimiento. 

La niebla me impide ver de dónde procede el alud y si aún desciende por otra zona. Debemos salir rápidamente de ese lugar.


El grupo que ahora controla Pilar está a salvo, de momento: el punto donde los ha detenido parece seguro. Pero a pocos metros, un muchacho de un grupo de esquiadores que se encontraba también parado esperando que nosotros les orientáramos en el descenso, es derribado y arrastrado por otra lengua de alud que aún se mueve. Lo lleva dando vueltas delante, como si fuera una pelota en una ola marina. Lo hace girar cerca de cincuenta metros sin llegar a enterrarlo. Aunque asustado, regresó con sus compañeros que gritaban ante aquel suceso.

Este tipo de avalanchas son de suave movimiento, pero pueden envolver y bloquear una persona, aunque solo la cubran con un metro de nieve (tal y como hemos visto).  


Agrupo a todos mis alumnos y sospechando que entre aquella niebla puedan alcanzarnos nuevos desprendimientos, sin pérdida de tiempo, los saco de aquel collado. El otro grupo se nos ha unido en el descenso hasta nuestro valle:

 

—¡Hale, hale, hale! — 


Quiero darles prisa, pues la niebla sigue impidiéndome ver nuevos desprendimientos u otras amenazas.


Días posteriores, cuando volvimos por la misma ruta, pudimos apreciar de dónde y cómo habían surgido aquellos aludes: se trataba de una serie de cornisas amenazadoras. Lo habitual es que los profesionales del equipo de seguridad de la estación las rompieran. La zona había sido señalizada adecuadamente.


ATENCIÓN: NORMAS BÁSICAS

 

1.  Es importante llevar las fijaciones de los esquís correctamente apretadas, para ser capaces de soltarlas con un brusco movimiento lateral, ya que, en caso de quedar envueltos por un alud nos bloquearán irremediablemente, impidiendo cualquier fuga.

 

2.     Si ya no podemos "nadar" sobre el alud, debemos cubrirnos con las manos la boca y la nariz para evitar asfixiarnos. 

 

3.   Si una vez parada la masa que se nos ha llevado y (envuelto) podemos hurgar y movernos, soltando saliva podremos apreciar la vertical y así dirigirnos hacia el exterior.

 

4.  Si esquiamos en compañía y no estamos afectados por el alud, hemos de intentar adivinar el recorrido del compañero arrastrado, para localizarlo y prestarle auxilio lo antes posible.

 

Todo esquiador tendría que asistir a algún curso sobre aludes.



Si esta fue la aventura del primer día, os explicaré la del último: toda una experiencia con la nieve polvo.


A mediodía debíamos partir de regreso a España. Esa noche había caído una enorme nevada de un metro y medio de espesor. Lo cubría todo. Había dejado la estación bloqueada. Al ejército de retracs aún no le había dado tiempo de pisar la nieve para abrir las pistas. Solo estaba practicable la que unía (con un telearrastre), el otro centro de la estación, el de la Plagne Centre.


— ¡Fenomenal! exclamé desde el balcón de nuestro apartamento.


Aquella maravillosa nieve profunda es el sueño de todo esquiador experimentado. Ya hace muchos años que esquío y únicamente había podido descender por este tipo de nieve media docena de veces.


Alerto a Carlos y a Nico, nos equipamos y salimos disparados con aquel remonte a lo alto del collado. Íbamos a descender por el bosque gozando de aquella nieve espectacular tantas veces soñada.


Mi excelente alumno Jaime, un niño de solo doce años, miembro del equipo de competición, suplicaba a su padre poder participar en aquel anhelado descenso:


—Papa, déjame ir con ellos—

—Si vas con Manolo y acepta, te dejo— fue la respuesta del progenitor.


Yo acepté, pues conocía sus cualidades. Quedaba por resolver un problema: la nieve profunda le llegaba a la altura de la cabeza así que, encarados en aquella fuerte pendiente, lo puse a mi lado izquierdo.


Elegimos una inclinada ladera fuera de pistas, que alcanzando el bosque nos llevaría de nuevo al pie del remonte y le dije al muchacho: 


—Vamos a iniciar los giros una vez alcancemos cierta velocidad.  Hemos de cargar un poco el peso en las colas, así conseguiremos que los esquíes queden algo levantados respecto a la pendiente y aparecerán las puntas. De esta forma no adquiriremos excesiva velocidad, pues la pendiente es muy fuerte.

Bajaremos a la vez, en paralelo, con giros suaves y rítmicos con igual apoyo en ambos esquíes y cuando vayamos a detenernos, te lo indicaré con tres numeraciones y pararemos uno junto al otro. ¿Comprendido Jaime? ¿de acuerdo? —


Sí, Manolo— afirmó el joven esquiador que iba a estrenarse con semejante profundidad de nieve en polvo.


La sensación que vas a tener es de flotación en el aire, como si estuvieras en una nube, dado que no apreciarás presión alguna en los esquíes, por la poca densidad de esta nieve. Si cargas más (peso), en uno que en el otro, perderás el equilibrio y te caerás. —


—respondió aquel valiente muchacho emocionado.

A la una, a las dos y… ¡abajo! — conté.


Yo le iba cantando los giros para marcarle el ritmo y evitar que se alejara de mi lado. Carlos y Nico descendían a nuestra izquierda en paralelo (a unos diez metros). La imagen que ofrecían era espectacular. Una nebulosa de nieve comenzó a elevarse desde la punta de los esquíes. Chocaba con las rodillas y conforme ganábamos velocidad, fue subiendo hasta alcanzarnos el cuello. Solo cara, puños y, de vez en cuando, la punta de las tablas era visibles. Acústicamente, aquel elemento blanco nos acompañaba con un sonido muy particular, singular, especial...


Flotábamos en aquella nieve gaseosa. Tras nosotros, una enorme estela de polvo en forma de nube, se extendía cerca de cincuenta metros.


Qué lástima que nadie estuviera fotografiando o filmando el soberbio descenso. Era hermoso en demasía.



(Montaje) La foto que yo soñé.


De reojo controlaba a Jaime que, como mis compañeros, solo asomaba su rostro protegido por las gafas y la capucha. También detectaba los puños que rítmicamente dirigían los bastones para su clavado. El gesto era algo inútil como apoyo, pero excelente equilibrador y marcaje del ritmo.


Cuando alcanzamos el bosque todos paramos.


  • Atención: ¡a la una, a las dos y a las tres! — le hice saber.


Jaime se detuvo junto a mí, como le había indicado. Fue entonces cuando lo sujeté del cuello de la chaqueta para que no perdiera el equilibrio y desapareciera en la nieve en polvo. La profundidad lo superaba.


Aquella nevada tan abundante y oportuna nos hizo gritar de felicidad. A todos.


Jaime aún no se lo creía y yo me sentía muy orgulloso del nivel que había conseguido tras nuestros cursos de formación. Empezó a muy temprana edad y había recorrido muchas de las estaciones alpinas que teníamos por costumbre visitar. De entre los cuantiosos miembros del Club Esquí Valencia, era el mejor esquiador del equipo juvenil de competición.


Debíamos continuar. Optamos por las zonas más claras del bosque para evitar los abetos cubiertos de nieve. Abetos blancos como fantasmas.


El control que teníamos era espectacular y seguimos descendiendo rítmicamente sin parar de lanzar gritos de alegría. No podíamos contener la euforia que sentíamos. A Jaime ya no necesitaba marcarle los giros, era como si fuera mi sombra.


Cuando llegamos abajo, junto a los apartamentos, muchos de los compañeros, que asomados a los balcones contemplaban nuestro espectacular descenso, comenzaron a aplaudir. Seguramente, la mayoría sentiría algo de envidia por no haber alcanzado, aún, el nivel para este tipo de actividad por la  nieve profunda. Muy profunda. 


Nosotros, sin detenernos, repetimos el descenso varias veces evitando las propias huellas.


Un auténtico placer que jamás olvidaríamos.


Fotomontajes del autor.


Manolo Ambou Terrádez