martes, 15 de febrero de 2011

MONGÓ UN MONTE MÁGICO (1996)



                                
  




EN UN MONTE SINGULAR






   La tarde casi consumida, y la luz se escapa tras el Sol, se pierde por las recortadas cumbres de la Marina.
   A sotavento del monte y después de una dura jornada, algunas brisas turbulentas refrescan nuestros cuerpos que ya acusan la ascensión.
   La senda estrecha zigzagueante, nos va acercando hacia la arista Sur.



   Constantemente oteo el horizonte pues no quiero que nos sorprenda y perdamos esos breves momentos del nacimiento de la Luna llena.
   La bahía de Jávea está  espléndida. Sus aguas multiplican con su reflejo las luces del Sardinero, del Arenal, del Puerto, las casas, las avenidas, los  automóviles, las embarcaciones.
   Mientras ascendemos sin la presencia del Sol y con la caída de la tarde, el aire se hace cada vez más agradable.
  Animo a mis compañeros que están muy agotados por el gran esfuerzo que hemos realizado durante  la jornada, en una travesía aventurera, por el agreste e interesante cauce del Barranc del Infern a los pies de Fleix.


En la cumbre (Fotógrafo: Luis Santamaría)

   Ya queda muy poco. Se que más de uno está al borde del agotamiento, si no físico, mental y les animo a que no desfallezcan. Estoy seguro de que lo conseguirán, solo deben aguantar unos minutos más. Ahora ya doblamos la arista, mientras un débil resplandor anaranjado desaparece por momentos en el oeste. 
    La senda se ha esfumado, ya no tiene objeto. Estamos ante la cumbre algo iluminada por las propias luces que ascienden de la bahía que resaltan el mojón, y tras él, una firma, como una pesadilla del medievo, una enorme cruz de madera clavada sobre lo alto, a 753 metros sobre el mar Mediterráneo, de donde emerge altivo, como un vigía petrificado. Hemos llegado.


    Nos sentamos a barlovento, mirando hacia el mar. Las cantimploras corren entre las manos con cierta avidez, como una recompensa. 
    El silencio impera en el grupo. Contemplamos todo aquello que hemos dejado atrás bajo nuestros pies.
  La refrescante brisa del mar acaricia nuestras sudorosas frentes en aquel lugar esotérico para los Íberos.
    Unas inoportunas nubes velan el espectáculo que esperamos contemplar. Se trata de ver nacer, en aquella noche, la Luna enorme del verano, con su acostumbrada forma de pera, en su arduo esfuerzo por no separarse del horizonte, para convertirse luego en un perfecto y gran disco anaranjado.  Pero eso solo sucede en unas condiciones concretas de la atmósfera que esta vez no podremos contemplar.
   De todas formas, está espléndida. Anda tras las nubes algo coqueta. Pronto aparece desnuda sobre el mar, rompiéndose sobre las menudas olas en multitud de reflejos. Y la brisa rozando  la superficie dibuja con brillos plateados trazos  arabescos en movimiento.
   ¡Que hermosura!
   Pero en este momento, a veinte o treinta metros por debajo nuestro, como si nos estuvieran respetando, la montaña, por la vertiente este, comienza a crear nubes suaves, blancas y cada vez más densas. Se escurren a nuestro alrededor, para unirse en la cara oeste, formando una enorme masa algodonosa que se pierde en la lejanía, perseguidas por la luz de la Luna.
   Es como un sueño. Algunas exclamaciones salen de nuestro afortunado grupo que, absortos,  por unos momentos se olvidan  de aquellos reconfortantes bocadillos que  nos habíamos ganado.
  Ahora comprendemos mejor los sentimientos de nuestros antecesores, para declarar el lugar como  mágico.
   Aquí se reunían los íberos para celebrar sus rituales religiosos, también como atalaya para su defensa.


   Metidos en los sacos de dormir, vamos acoplando nuestros huesos sobre el suelo, entre las piedras, para seguir admirando el espectáculo.
   No es ni el lugar ni la noche ideal para contemplar estrellas, pues la contaminación lumínica de Denia y Jávea, aumentada por la enorme Luna nos impide ver las magnitudes pequeñas, robándonos parte del plano celeste, solo quedan visibles las importantes: La Osa Mayor, La uve doble de Casiopea, .......... y alguna más. Pero se que luego, poco antes de amanecer, tras Orión, surgirán la más brillante del firmamento; Sirio, y no quiero que se lo pierdan. Por ello, comento a mis compañeros que los despertaré cuando aparezca.

Nebulosa de Orión
   Durante largos minutos comentamos todo esto y las anécdotas vividas ese día en nuestra anterior aventura por el Barranc del Infern. A la vez miramos algunos detalles del firmamento con un objetivo y un artilugio que le hemos acoplado a modo de telescopio.
 Poco después vamos cayendo todos en un profundo sueño a consecuencia de nuestros excesos deportivos.

    Algunas horas más tarde y desde el interior del saco de dormir, mi ojo izquierdo otea el cielo buscando en el firmamento la esperada estrella, pero aún no ha llegado. Las nubes nos siguen respetando. Doy una mirada a mis compañeros, que duermen como marmotas, con sus caras iluminadas por la Luna que comienza a caer en su eclíptica hacia el horizonte oeste. De nuevo me sumerjo en mi saco para seguir descansando.

    Un remolino de viento fresco entra por la apertura del saco, que me hace recordar mi cita con las estrellas. Allí está.
   El cielo comienza a azularse por el horizonte sobre el mar, pero a mitad de altura con el Cenit, y casi siguiendo la elíptica, se encuentra ahora trémula y potente la gran estrella, precedida por la constelación de Orión, que porta en su interior su famosa nebulosa difusa.

    ¡Eh.... muchachos, aquí la tenemos!  
   Algunos balbuceos soñolientos  e incomprensibles contestan a mi aviso, pero pronto se transforman en exclamaciones de asombro, pues la estrella brilla con rabia sobre nosotros con guiños insinuantes, como pocas veces he contemplado en estos cielos tan próximos  a ciudades y urbanizaciones junto al mar. ¡Es un regalo!
   Yo aún he aguantado unos minutos más despierto, pero luego caigo como todos mis compañeros.



   Una suave y acertada brisa vuelve avisándome del inmediato amanecer, así que me incorporo para advertirles del momento, pero dos ya están despiertos.  Sentados, dentro del saco, contemplamos la iluminación progresiva del horizonte, que toma un tono rojizo dramático.
   Nuestros prudentes y susurrantes comentarios, son suficientes para que el resto despierte, saciados ya de su plácido sueño.
    Las nubes, ahora mucho más densas, agrupadas bajo nosotros, ocultan casi todo el paisaje. Estamos sobre este mar gaseoso, como en una isla, montados sobre la cumbre.



    El disco solar comienza a elevarse tras el horizonte, mientras atraviesa con sus rayos dorados las nubes más lejanas y menos densas, hasta iluminar nuestros rostros, algo embelesados ante aquel panorama.

   Ahora, al fondo, contemplamos dos mares: uno gaseoso y movil; y otro más estático y brillante ante el imparable amanecer.
   Realizamos algunas fotos y después de recoger nuestro equipo, nos decidimos a desayunar sin quitar nuestra mirada al espectáculo. Tratamos de vislumbrar las isla de Ibiza, pero el horizonte no está muy limpio. Tenemos buen apetito.



   Es hora de regresar. Las nubes se elevan y nos van rodeando. Pronto quedamos sumergidos dentro de ellas, recordándonos que es hora de partir. Descendemos con ellas durante algunos minutos, como dentro de un sueño. Aquella masa gaseosa solo rodea la cumbre y pronto quedamos liberados, mientras   ante nuestros pies, aparece el cabo de San Antonio y la bahía de Jávea,  espléndidamente iluminados  por Sol.
¡Inolvidable!

Dedicado a  mis amigos que me acompañaron en aquella excelente excursión: Bosco, Daniel, Laia, Bosquillo y Luis. 
Un fuerte abrazo.

Fotos del autor.

Manolo Ambou Terrádez

2 comentarios:

  1. Manolo que enviadia sana, tengo de no haber podido estar allí, las fotos como siempre perfectas. Sigue con tus maravillosos artículos.

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  2. ¡Hola Manolo!, me parece una crónica excelente, (un homenaje como éste es un buen regalo para tus amigos y compañeros de ruta)pero sobre todo la calidad de las fotografías, desde un lugar tan mágico y emblemático.

    Un saludo.

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