EL SUEÑO DE UN ESPELEÓLOGO
He aquí a la protagonista de nuestra historia.
Cristalina, inocente, hermosa, pero empecinada gota, que paciente, durante
miles y miles de años se hace camino por las duras rocas calcáreas, dando forma
y color a las simas, a las grutas, a esas burbujas misteriosas, siempre llenas
de esperanza.
Cualquier fisura, cualquier resquicio calizo de la
corteza terrestre, por donde un ser humano puede penetrar, será explorada por
el espeleólogo, ese científico deportista, entrenado, que consciente de los
peligros, pero con gran ilusión, se lanza bajo tierra, sin dudarlo, en busca de
aventuras.
En el terciario, hace 250 millones de años, la
corteza terrestre se plegó en ondulados movimientos, que abrieron fallas con
fisuras y grietas (diaclasas).
Pero durante muchos milenios, una de tantas, quedó
sin comunicación exterior. Así estuvo clausurada para cualquier animal, hasta
aquel maravilloso momento, solo habitada por algunos insectos trogloditas.
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Las obras de ampliación de una carretera de
montaña habían dejado al descubierto un pequeño agujero de tan solo diez
centímetros en la pared que conformaba la cuneta.
Mientras esperábamos a que abrieran nuevamente el tránsito y como no teníamos nada que hacer, nos acercamos
distraídos a aquel orificio. Lanzamos una piedrecita y escuchando atentamente
el ruido nos reveló su profundidad.
¡Caramba! Parecía profundo y se ensanchaba, así
que tomamos un escoplo y una maceta, que casualmente llevábamos en el coche y
nos liamos a golpes hasta que pudimos introducir nuestra cabeza. Dejamos caer
otra piedra y esta confirmó que era profunda.
¡Dios mío¡ Habíamos descubierto una sima, parecía
accesible y seguramente sin otro acceso.
Era un milagro, el sueño de todo espeleólogo. Una
cavidad virgen. Íbamos a ser los primeros que la visitaran, así que podríamos
admirar toda su belleza, sin que nadie las hubiera destrozado aún, pues apreciábamos
algunas formaciones calcáreas en plena actividad.
Tampoco sabíamos su auténtica profundidad ni sus dificultades para su acceso y su exploración. Ante nosotros
teníamos esa atractiva incógnita de la espeleología.
Sin pérdida de tiempo, fuimos hasta mi casa y
tomamos todo el equipo que disponía para ello. Eran tiempos antiguos y
normalmente se utilizaba aún electrones (escalerillas de duraluminio y cable de
acero) y cuerdas de nailon, que terminaban de sustituir a las de cáñamo, más
pesadas, que absorbían la humedad y mucho menos resistentes.
Celosos porque nadie descubriera nuestro hallazgo, habíamos tapado
el orificio con unos matorrales, así que tras quitarlos y asegurar el equipo,
descendí consciente de que era el primer ser humanos que la hollaba.
Descendí por el electrón, y su tintineo me fue
guiando por las tinieblas de la sima, angosta en este lugar. La modesta luz del
carburero dejaba vislumbrar aquel espacio. Mi corazón latía más rápido por la
emoción, a la vez que una extraña y estremecedora sensación recorría mi
espalda.
A los pocos metros, aquella diaclasa (grieta) se ensanchaba
y quedé colgado en el vacío. Ahora descendía acompañado de unas preciosa
formaciones que semejaban cortinas, que al rozarlas sonaban como graves campanas.
No tardé en alcanzar una acumulación de derrubios
y tras dar un vistazo a mi alrededor, di la señal para que descendieran los
demás.
Nervioso por el ansia, esperaba a mis compañeros.
Las gafas se me empañaban por la altísima humedad. Eso era buena señal; disponía
de agua, aún estaba activa.
Lentamente, nuestros ojos se adaptaban a la
penumbra, conscientes de que éramos los primeros en admirar aquel lugar, hasta
ese instante sumergido en las tinieblas.
Luis Santamaría asciende con el electrón. |
Un fuerte estruendo, a pocos metros de nosotros,
nos dejó encogidos bajo los cascos. Rápidamente dirigimos nuestras miradas
hacia el lugar de donde provino aquel peligro. Una gruesa estalactita había
caído del techo, destrozándose como si hubiera sido de cristal, posiblemente
rota por algún movimiento sísmico, se habría quedado en latente equilibrio,
hasta que, posiblemente, las vibraciones de nuestras voces la desprendieron.
Todas las paredes se encontraban cubiertas
púdicamente de concreciones calizas. La diversidad de tonos era impresionante.
La constante gota de agua había transportado caprichosamente diversos pigmentos
que durante miles de años habían coloreado aquel lugar.
Por la fisuras del techo pendían ondulantes
cenefas acabadas con multitud de estalactitas. En las paredes se veían formaciones paralelas en forma de órgano.
Poco a poco, con extremo cuidado y pisando todos en
las mismas huellas, fuimos avanzando por la hermosa galería, quebrando inevitablemente
algunas pequeñas formaciones que parecían de cristal. admirábamos todos
aquellos colores y formas, como si acabáramos de entrar en una sala de
exposiciones de arte, completamente asombrados.
Un grupo de gruesas estalagmitas recibían
pacientes el agua cargada con carbonato cálcico de sus correspondientes
estalactitas, que sobre ellas pendían de las paredes extraplomadas. En su
lentísima carrera, algunas habían conseguido alcanzar a sus receptoras,
uniéndose en un sólido y eterno abrazo, para transformarse así en columnas.
Algunas quebradas, mostraban sus cicatrices,
testigo de recientes movimientos de la corteza terrestre.
Bordeamos un gour, esa presa carbonatada, ahora seca, que en su día acumuló el agua, en una fase más activa, pero ahora no lo estaba: los caprichosos senderos del
agua la tenían olvidada, pero no por ello exenta de interés y belleza, pues mostraban
su historia.
Aquí, sobre la cumbre de dos estalagmitas ahuecadas en su día por la descalcificación,
descubrimos sendas pisolitas*, las perlas de las cavernas. Junto a ellas, otras
estalagmitas estaban cubiertas de formaciones coralinas de extraordinaria
belleza.
Poco después, en un rincón, tras un grueso
enrejado, encontramos unas finísimas formaciones tubuliformes, de hasta tres
metros de altura. Su espesor era, a lo sumo, de cinco milímetros. Algunas ya
habían alcanzado el suelo sobre su incipiente estalagmita, que debido a la
rapidez de su formación, no les había dado tiempo en desarrollarse. Eran
huecas, como macarrones, casi transparentes, de finísimas paredes y el agua
circulaba por su interior para salir al exterior depositando su carga de
carbonato cálcico, en su gota, auténtico calibre en su construcción.
Pronto quedamos invadidos de estupor, al
descubrir, que estas delicadas formaciones zumbaban espantosamente ante el
sonido de nuestras voces.
Nuestros comentarios tímidos por tanta belleza,
ahora se reducían a meros susurros. Una de ellas, se había partido en mil
pedazos, posiblemente por el estruendo que provocó la caída de la estalactita
más atrás. Nuestras miradas seguían aquellas frágiles figuras hasta el piso de
aquella gruta afortunada, pues son pocas las que aun conservan estas delicadas
obras de la naturaleza invictas por el paso del hombre.
Escondida, encerrada en aquel enjambre de finos
barrotes, una singular estalagmita traslúcida, con las cualidades del ámbar nos
dejó anonadados. Jamás habíamos visto en ninguna gruta semejante concreción.
Ahora y tras ascender varios metros por una
colada, auténtica cascada petrificada, alcanzamos rincones y suelos repletos también
de caprichosas bellezas.
Una preciosa cortina se descuelga por una
inclinada pared, serpenteante, para ofrecernos
un acabado muy original. Está decorada con multitud de protuberancias, que le
dan cierto aspecto de encaje, pero apoteósicamente terminada con dos
estalactitas floreadas que no se parecen. Siendo hermanas y a escasos
milímetros una de otra, su formación ha sido distinta. El agua rezuma por
ellas, dándoles vida con su brillo, para saltar hacia el suelo, satisfechas de
su obra.
La calcita triásica, de color rojizo, impera en
esta pared repleta de gruesas columnas donde descubrimos alguna excéntrica
formación retorcida, que imita a un rabo de puerco.
La colada, aquí, como la superficie de un río
helado, nos conduce horizontalmente en dirección norte, para descender ahora en
pequeños gours, auténticas presas escalonadas llenas de agua y repletas de
formaciones de aspecto coralino.
Nuestra imaginación descubre entre esta magnífica
decoración formas reconocibles: brujos, dedos entrecruzados, hermosos broches e
incluso falos impúdicos, que nos provocan, en nuestro pasmo, alguna que otra
sonrisa.
A nuestra derecha, ahora imperaban las formaciones rojizas cargadas de mineral de hiero. Eran de grueso tamaño y cambiaban de aspecto al menor movimiento de nuestras luces.
Ahora, otro grupo de formaciones nos trasladan a un bosque embrujado, repleto de setas petrificadas y cortinas decoradas por escamas, como las de la piel de un monstruo marino.
Ahora, otro grupo de formaciones nos trasladan a un bosque embrujado, repleto de setas petrificadas y cortinas decoradas por escamas, como las de la piel de un monstruo marino.
Con auténtico mimo seguimos recorriendo la galería,
que no para de sorprendernos con sus originales formaciones, muy diferentes
unas de otras. Mantenemos la esperanza de que alguna grieta nos conduzca a
nuevas galerías, a grandes estancias, repletas de estos hermosos tesoros que
mantienen nuestra ansia. Pero ahora, la diaclasa, esta decoradísima grieta,
quedaba angostada y sellada por sus propias formaciones, por la firma del
artista al paso del ser humano.
Nuestro descubrimiento, nuestro recorrido, había
sido una lección magistral, de lo que con tiempo, durante millones de años, esa
gota de agua, verdadero artista, había revestido con auténtico gusto aquella
grieta, formada por los plegamientos inevitables de la corteza terrestre, ante
el empuje constante de las placas continentales.
Gran parte de las numerosas grutas, que durante
mucho tiempo habíamos visitado, debieron disponer de semejantes decoraciones,
pero el continuo paso del hombre, egoísta, desmanotado e inculto, las había
arrasado para siempre, dejando solo aquellas que no pudo llevarse o romper.
Quisiera recalcar, que cualquiera de estas
formaciones fuera de su contexto, no tienen valor alguno, lo pierden.
Respetemos estas
magníficas obras de la naturaleza, pues lo son.
* Ver el artículo:
http://manoloambou.blogspot.com.es/search/label/PISOLITAS
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Fotografías del autor.
Manolo Ambou Terrádez
Magnífico, Manolo me ha encantado y yo también tuve el placer de entrar poco después que tu.
ResponderEliminarUn reportaje excelente
Magnífico Manolo. Felicidades y gracias.
ResponderEliminarMuy bueno el relato. Recuerdo las emociones que sentí al entrar poco después contigo, has conseguido que las reviva.
ResponderEliminarManolo, una vez más me sorprendes con tu descubrimiento y tu narrativa sobre vuestra aventura ¡Enhorabuena!
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