miércoles, 5 de abril de 2017

LA MATA DEL FANG DE LA ALBUFERA

LA ISLA PROTECTORA  

   Ahora circulaba por la carretera hacia Valencia, entre el lago y la Marjal, esa franja de arena repleta de pinos que lo protege de los vientos del mar Mediterráneo, creada en su día por la concentración de posidonia y las arenas que los temporales cerraron este trozo de mar convirtiéndolo en un lago y desalándose lentamente por los aportes de agua dulce proveniente de los barrancos, torrentes y nacimientos que confluyen en esta área.

   Un par de siglos antes el lago tenía unas dimensiones mucho mayores, pero los campesinos fueron aterrando las aguas para convertirlas en cultivables, especialmente en arrozales, quedando reducida hoy día a 2800 ha. La genial novela de Vicente Blasco Ibañez "Cañas y barro" describe estupendamente esta transformación.
El lago de la Albufera con una de las matas,
durante el eclipse solar (10/5/1994)
   Las aguas del lago, con una media de un metro de profundidad, no favorecen la fauna, salvo a unas cuantas especies de anátidas buceadoras que se alimentan de plantas y crustáceos, o bien buceando tras los peces como los cormoranes o acechando desde las orillas como las garzas y así consiguen capturar su abundante fauna piscícola.
Inmensos arrozales ganados al lago por los agricultores.

  Pero en su interior existen pequeñas islas de vegetación (Las Matas), compuestas por espadaña y carrizos. En ellas anidan la mayoría de las garzas y tras ellas, según la dirección de los vientos, se protegen la mayoría de anátidas durante el día, después de haber comido por la noche en los arrozales.

  Eran las seis y media de la mañana, aún de noche cerrada, cuando la embarcación de la guardería, nos llevó hasta un hide instalado en el borde de una de las matas.
  Nada más saltamos de la embarcación, regresó al hangar. No debían vernos las aves que pronto llegarían hasta aquel reducto del lago.
  Nuestra misión era realizar censo de las aves y tomar imágenes de ellas.
Grupo de azulones.
  Aun de noche y sin apenas luz, escuchamos el cohete que autorizaba el comienzo de la cacería en los diversos cotos. Los cazadores, escondidos en las chocas, emplazados en los arrozales, comenzaron a disparar a los bandos de aves que se ponían a tiro atraídos por los cimbeles que imitaban diversas especies de anátidas y con los sonidos de los reclamos.

  Una tímida luz del amanecer iluminaba el cielo, cuando comenzaron a llegar numerosos bandos de anátidas que amerizaban ante nosotros con fuertes chapoteos.
 
 Aún estaba oscuro y no podíamos distinguir las especies. Las aguas del lago se tornaban plateadas por momentos y en ellas, numerosísimos bultos se movían de aquí para allá, a la vez que un clamor de sonidos por los chapoteos y el parpar de aquellas anátidas.

 Aquel rincón del lago bullía. Daba la impresión que estaban contentas una vez más, por haber superado ese nuevo día, con el buche lleno y con vida.

  La luz, in crescendo, comenzaba a descubrirnos las distintas especies de anátidas que descansaban ante nosotros. Unas dormían con las cabezas sumergidas entre las plumas; otras se bañaban y cuidaban, engrasándoselas, para impermeabilizarlas; otras se desperezaban aleteando fuertemente, levitando sobre el agua; otras se perseguían parpando; diversas especies se agrupaban y nadando cambiaban de emplazamiento; y seguían llegando bandos sin parar a aquel santuario.

  Frente a nosotros, en la otra orilla de una mata, se podían apreciar las siluetas negras de algunos cormoranes (Phalacrocorax carbo), lo mismo que garzas reales (Ardea cinérea), como si montaran guardia, al fin y al cabo, ellas tomarían las matas para anidar.

  La repentina presencia de algún Aguilucho lagunero (Circus aeruginosus) planeando sobre las anátidas, provocaba que algunas saltaran del agua para cambiarse de lugar, y demostrarle con ello que se encontraban fuertes y sanas, y que tampoco estaban heridas por los disparos de los empecinados cazadores.

  Ahora, ya con mejor luz, comenzamos a distinguir las especies: Ánade reale o Azulón (Anas platyrhynchos), que lucían los machos sus cuellos tornasolados, por los cuales les viene el apodo de “Coll verts”; Pato colorado (Netta rufina) , con su tupé sobre la cabeza de plumas erizadas rojizas; Pato cuchara (Anas clypeata), de picos planos y más anchos. Estos eran los que en aquel momento se encontraban allí, en aquel reducto del lago. En ciertas temporadas se contabilizaron más de 25.000 ejemplares.
  Ante nosotros teníamos unos cuantos miles de aves que cubrían aquellas escondidas aguas, protegidas de los humanos en aquel lugar reservado para ellas.
Macho de pato colorado (Natta rufina)
  Indudablemente me sentía honrado por habérseme concedido la oportunidad de participar en semejante proyecto, que me permitió contemplar tal de cerca aquel espectáculo, reservado solo a excepcionales observadores.

Como fotógrafo de naturaleza era un sueño. Estas enormes agrupaciones solo las había podido ver con el telescopio terrestre desde la carretera del Palmar, pero a esa distancia no era posible realizar ninguna toma con detalle de aquella concentración de anátidas.
  Ahora, mi vídeo tomaba sus movimientos y la cámara de fotos se alternaba realizando tomas estáticas de aquella impresionante fauna.
Dos machos de pato colorado acompañan a una hembra.
  Fueron pasando las horas hasta que cayó la tarde y comenzaron a saltar de las aguas en bandos y por especies, para acudir a los inundados rastrojos de los arrozales y buscar su necesario alimento, y a salvo de las furiosas escopetas, que comenzarían sus disparos poco antes del amanecer, a oscuras aún, sin luz, imposible distinguir por ello las especies protegidas de las autorizadas para cazarse.

  Debíamos esperar a que aquellas se fueran por completo, y eso sería al hacerse completamente de noche, a eso de las 8h PM.
Pescador navega con su albuferenc
  El suave y sordo motor del albuferenc que venía a recogernos nos espabiló de nuestros ya cansados cuerpos. Habíamos estado más de 13 h seguidas en aquel angosto hide, sentados sobre una tabla, y donde solo podíamos estirar de vez en cuando las piernas y la espalda para desentumecernos. Pero esto era muy común en nuestra afición, completamente necesario para observar y poder fotografiar la vida salvaje, aquella riquísima fauna que nos rodea, para mostrarla al resto de la sociedad.
  Contento con nuestro sacrificio, regresábamos ahora a nuestras casas, para recuperarnos de aquel periplo. Y en mi mente y en mi memoria aparecía aquella frase que adopté desde hace ya mucho tiempo “NO SE PUEDE AMAR LO QUE NO SE CONOCE”.

Fotos del autor.

Manolo Ambou Terrádez


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