miércoles, 25 de mayo de 2016

MACHU PICCHU



MACHU PICCHU (montaña vieja)

 LA CIUDAD ESCONDIDA

Aquella mañana de 1988 descendíamos por el cauce del río Urubamba, aguas abajo, en el valle sagrado de los incas, y entrando en un profundo  cañón, la cuenca del Vilcanota, acompañando sus aguas turbulentas, pero cristalinas, por un entorno natural boscoso, tropical y lluvioso.





  El cañón era profundo, de laderas abruptas, casi verticales, repletas de empecinada vegetación adherida a la roca desesperadamente, como lo hacen también en los troncos de los árboles; se trataba principalmente de bromelias.
Descendemos con el tren paralelamente al río y nos detuvimos en Ollantaytambo,  de donde parte la clásica senda Camino Inca, entonces poco frecuentada, desde donde se accede andando, durante cuatro días y por extraordinario paisaje, para alcanzar de esta forma más deportiva y desde lo alto la ciudad de Machu Picchu.
 Por las angostas quebradas, descendían las ruidosas aguas de los nevados, como el Salkantay de 6271 m, considerado como apu o montaña sagrada de los incas.


  Seguimos acompañando al furioso río que batía sus aguas entre la rojizas y pulidas rocas de granito, donde los patos de torrente, expertos buceadores, se habían adaptado valerosamente en aquel medio.


  El tren se detuvo en Aguas Calientes (el pueblo de Machu Picchu) a 2000 m sobre el nivel del mar. Emocionados miramos a lo alto, pero no podíamos apreciar claramente las ruina, y sin pérdida de tiempo ascendimos con un microbús, algo descuidado, por una polvorienta carretera con 11 zigzags hasta alcanzar los 2438 m al pie de la ciudad, colgada sobre un impresionante promontorio, junto a un agreste picacho Huayna Picchu (Montaña joven).




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  En 1911 vivían en la zona dos familias de campesinos: la de Richarte y la de Álvares, cuando el 24 de Julio de aquel año recibieron la visita del explorador Hiram Bingham. Los campesinos le dieron de beber y le ofrecieron descanso en sus chozas. Pero este impaciente personaje, quería ver las ruinas de aquellas casas antiguas que estaban cubiertas por la maleza, cerca de sus chacras. Richarte encargó a su hijo, que solía jugar en ellas, que le acompañara para mostrárselas.



  Entre la maleza encontraron viejos muros desplomados, con bloques muy bien tallados, que mostraban las construcciones de una ciudad típicamente incaica y sus escalonadas terrazas, de apariencia agrícolas, que habían construido en aquel imperio; Machu Picchu.
Podemos adivinar la gran alegría que debió sentir aquel afortunado explorador, tenía delante un sueño hecho realidad.


  La sorprendente ciudad está dividida en dos grandes sectores: el agrícola y el urbano que rodean la ciudadela. Tanto los edificios como las plazas y las plataformas que constituyen el sector urbano están comunicadas entre si mediante un sistema de estrechas callejas o senderos, mayormente en forma de escalinatas. Estas, superando la pendiente, se cruzan con las terrazas que siguen un nivel horizontal.


  Como todas las construcciones incaicas, estas siguen la técnica de bloques de granito perfectamente tallados y encajados sin argamasa, de forma espectacular.


  En algunas plazas se contemplan irregulares piedras, con aspecto de monumentos, parecen esculpidas para seguimientos astronómicos.
  Diversas canalizaciones distribuyen sus limpias aguas por la ciudad entre varias fuentes, esculpidas en el granito.

Numerosas orquídeas acompañan al viajero.
  Esta ciudad escondida entre montañas, construida por el emperador Pachaguti,  no fue descubierta por Pizarro y sus huestes sedientos de oro. Si les llegó información de ella, los innumerables caminos y lo agreste de sus recorrido, debieron impedir su descubrimiento.

  En principio, tras el hallazgo en las tumbas de numerosos esqueletos, la mayoría de menudo  tamaño, se pensó por ello que allí quedaron escondidas las Vírgenes del Sol, pero análisis posteriores han desmentido esa teoría.


  Estudios recientes han revelado también la verdadera utilidad de las terrazas, pues su función no es solo la agrícola, si no la de soporte a la ciudad.

  En las terrazas, bajo la fértil tierra, se encuentra un relleno de cascotes que facilitan el drenaje, asegurando la estabilidad de la ciudad ante la imperiosa erosión por las abundantes lluvias del lugar. De esta forma desaguan ordenadamente, ahora sin peligro, hacia el fondo de la quebrada, donde ruge el río Urubamba.




Fotografías del autor.

Manolo Ambou Terrádez

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