jueves, 28 de mayo de 2020

MOLINO DEL SARGAL

EL MOLINO

Y LA VIDA EN ÉL

Los molinos de harina han sido una necesidad básica en la evolución alimentaria del ser humano.

Con el tiempo fueron perfeccionándose para alivio del campesino, pasando de la forma manual de mover la piedra a la motorización con electricidad convirtiéndose en fábricas de harina en el último siglo.

Pero la belleza que llegaron a tener antes de la electrificación han pasado a ser auténticas joyas de madera en sus intrincados y complejos sistemas para limpiar el grano y molerlo más tarde. Preciosos monumentos.

Dado la tradición de molineros en la familia de mi abuelo, tuve la suerte de vivir en dos de ellos en los tres meses de vacaciones que teníamos los agraciados estudiantes. Veranear en ellos fue para mí algo educativo y maravilloso que nunca olvidaré.

A causa de una mala gestión con el Molino del Sargal de Mira en Cuenca, esta joya, que hoy día debía ser museo de la harina y el tercer edificio más importante de este precioso pueblo por su antigüedad, fue tirado a bajo, con la excusa de que no se hundiera sobre algún visitante, dado el mal estado ya de su tejado. Y allí se destruyeron y sepultaron tres siglos de historia de una tacada.

Hoy día, muchos de ustedes preguntan por internet sobre el Molino del Sargal, movido por el río de Ojos de Moya, que ni siquiera reconocen el lugar de su emplazamiento. Así que sacaré aquí parte del contexto del libro que escribí sobre mi vida en el “LAS VACACIONES DE MANUEL EN MIRA”, hablando del molino y la vida en él.

Espero os guste.

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   Aquel molino, básicamente, era un edificio de planta única, pero muy irregular a causa de las ampliaciones, que posiblemente tuvieran su origen en el siglo XVII. También contaba con varios niveles y vertientes de tejados de rojas tejas. Encalado, de paredes irregulares y con ventanucos por todas las caras, quedaba parcialmente protegido por la sombra de un enorme olmo, varias veces centenario, de magnífica fronda, que engullía con su sombra la fachada del molino, donde se acarreaban los sacos y talegas de grano o harina. La entrada al edificio se encontraba a un nivel inferior de la balsa y del camino, y lo dividía un muro hecho con gruesas piedras calizas y varias piedras redondas de moler desechadas, clavadas verticalmente hasta su mitad en el piso, una de ellas casi engullida ya por el tronco del centenario olmo que formaba parte de la pared.Una sonriente y emocionada mujerona, casi tan grande como su padre, la hermana de Josefina, salió a recibirlos. Era la tía Amelia.


—¡Ay, mis sobrinos preciosos, bonitos, qué alegría! —y los besó repetidas veces con mucho cariño.

—¡Abuelita! —gritaron los muchachos mientras corrían al encuentro de una mujer menuda, enjuta y muy templada. Vestida toda de negro, con el pelo canoso recogido en un moño sobre la nuca, conservaba aún los rasgos de lo que fue, antaño, una elegante mujer. Era Perseveranda, la Perse, como la llamaban todos los amigos, la esposa del tío Pepe el Molinero.

Tras liberar al jumento de los arreos, Manuel lo condujo a la cuadra, situada en la cara este del edificio, enfrentada al pozo y al camino de la huerta. Una gruesa puerta de madera, de dos hojas superpuestas, que ahora solo tenía abierta la superior, daba acceso al recinto de las caballerías. El pequeño giró la enorme llave de hierro y, tras empujar la hoja inferior, condujo el pollino al interior de la cuadra. Luego, con la horca, le echó en el pesebre un montón de limpia paja y dos botes colmados de cebada, como le había indicado el abuelo, y cerró la puerta.

—¡Hale, subid todos que vamos a comer! Pero antes lavaos las manos, chiquillos —dijo la abuela.




    Entraron en una gran sala con enormes vigas de mobila. A la izquierda y junto a la entrada, se apilaban  los sacos de grano. Se respiraba un aire templado y dulzón. Allí se encontraba la mayor parte de la maquinaria del molino, que estaba en marcha ronroneando rítmicamente. Mientras subían por una escalera a la vivienda, el abuelo dio un vistazo a la cantidad de grano de cebada que se había acumulado en la tolva y tras comprobar la calidad de la harina con la yema de sus dedos, subió tras ellos. La escalera, con barandilla de forja, alcanzaba hasta una antesala con varias puertas que daban a diferentes estancias y niveles, mostrando un aspecto irregular. El suelo, algo combado por la deformación de las viejas vigas de madera, estaba cubierto con baldosas de una cerámica roja, brillante como una manzana, y muy desgastada en los cantos. A la izquierda se encontraban las habitaciones. Por la derecha, atravesando una pequeña salita con chimenea y aparador empotrado, estaba la cocina equipada con otra chimenea, en donde una sartén y una olla, algo apartadas del fuego al lado de unos morillos, dejaban escapar un aroma muy apetitoso de algún estupendo guiso de la abuela.


   Amelia, la hermana de Josefina, con el delantal puesto, ahora quitaba la tapadera de aluminio de la sartén, mientras con la paleta volteaba las patatas, rehogadas y con muchos ajos, como le gustaban al abuelo. Bueno, y a los demás, también. En la sala contigua, junto a un balcón abierto, se encontraba una gran mesa de madera, protegida con un mantel de hule, rodeada de varias sillas rústicas, también de madera, cuadradas, con asiento trenzado de soga. La mesa disponía ya de todos los cubiertos, platos con servilletas de hilo a cuadros rojos y negros, dos hogazas de pan, una buena ensalada de lechuga, pepino, tomates, pimientos en salmuera y cebollitas en vinagre… A parte, había también un plato repleto de aceitunas arrugadas, mas bien pequeñas, marcidas, de un tono marrón, casi negro, que deslumbraron a Manuel y no pudo evitar probarlas sin aún haberse sentado a la mesa. En un rincón, a la izquierda del balcón, dentro de un  barreño colmado de agua fresquísima del pozo, medio flotaba un barral con vino tinto completamente empañado, un melón y un buen puñado de prunas doradas. Junto a él y sobre un plato que contenía agua, un botijo de barro poroso. El pitorro quedaba protegido por un palito tallado de madera. La boca, por una tapetito de puntilla de seda. Rezumaba agua por su superficie por efecto de la filtración y de la evaporación, clave de su refrescante función.


Croquis del molino del Sargal


   En la parte derecha del balcón, colgada en alto, había una jaula redonda y angosta en forma de proyectil con un perdigón que, nervioso por la visita, no paraba de moverse. Apresuradamente, Manuel, se subió en una silla para verlo:

—¡Bonito, bonito, chique....chique... chique… —y el macho de perdiz le contestaba algo excitado. Lo usaba el abuelo como reclamo para cazar.

   La sala era enorme. Varias cuerdas con pinzas la cruzaban a lo ancho. En el centro, en la penumbra, cuatro largos palos de sabina, colgados con fuertes sogas anudadas a escarpias de hierro forjado clavadas en las vigas de madera, soportaban numerosas ristras de embutido que se secaban: gruesas longanizas, chorizos, morcillas de cebolla, güeñas, enormes morcillas de harina, grandes trozos de panceta veteadas, protegidos con sal y pimiento colorado, y un jamón con una buena cata en sus carnes.

   Dentro, la sala continuaba en ele hacia la derecha. Allí se encontraba tumbado, con un eje central, un enorme prisma hexaedro forrado con tela blanca, era el tamiz. Tenía una enorme polea de madera movida por una ancha correa de cuero que venía del piso inferior, del molino.

   En un rincón mas alejado de la sala, un gran montón de cebada procedente de la maquila, el beneficio del molinero. El sigiloso gato escondía algo entre el grano........... 



Coordenadas de la situación del molino del Sargal.


—¡Manuel, deja las aceitunas, que no vas a comer! —le dijo su madre.

El muchacho corrió hacia el balcón, situado sobre el escape de las aguas de la turbina del molino. Ruidosas, salían impetuosas a una amplia poza, de donde partía un nuevo caz.

— ¡Abuela, abuela, hay patitos pequeños en el agua!

—Sí, nacieron anteayer, pero siéntate a la mesa de una vez, luego los veremos!

   Comieron el guiso caldoso de patatas con carne, especialidad de la abuela, y posteriormente huevos fritos de gallina y alguno enorme de pava, que acompañaron las patatas rehogadas.

— Al padre ponle cuatro y con mucho aceite, como le gustan a él —dijo la abuela. 

—Sí, madre —contestó Josefina. 

   Y el abuelo sonreía, con cara de bonachón. "Cómo me conocen mis hijas", murmuraba.

—¡Madre! Haga el favor de sentarse —dijo una de ellas.

   A María José, le pusieron un suplemento sobre la silla para que llegara a la mesa. No habían terminado de acomodar a la pequeña, cuando Manuel, muy callado y con ojos inocentes, ya esperaba que le pusieran el segundo plato.

—¿Ya te lo has comido, chiquillo? —exclamó la abuela asombrada.

—¿Qué quieres que te ponga con las patatas y los huevos? ¿Qué te gusta más: longaniza, morcilla o güeña?

   El abuelo se anticipo al muchacho:

—¡Ponedle de todo que se lo comerá! —y sonreía…

  Al instante, sacó la abuela otra sartén, aún chisporroteante, con el famoso embutido elaborado con su receta ancestral. Repartió parte de él al zagal y a su abuelo y por fin se sentaron las cocineras a la mesa. El macho de perdiz charrasqueaba en su exigua jaula con la cabeza baja y sin parar de moverse, provocado por las voces que escuchaba. Un ronroneo de fondo llegaba hasta allí, delatando la piedra de la cebada, que era la única que trabajaba en aquel momento.

—Manuel, tú que tienes buenas piernas echa un vistazo a la tolva, que no se quede la piedra sin grano —dijo el abuelo. En un santiamén el chiquillo, corriendo, revisó el nivel de grano y le dio el parte a su abuelo:

—Queda menos de la mitad.

—Bien.

El molinero le ofreció el porrón:

—Echa un trago que está fresquito, Manuel —y como si lo hubiera hecho toda la vida, levantó el empañado porrón con ambas manos todo lo que le daban sus brazos y bebió un pequeño trago sin que se le derramara una sola gota del rojizo vino.

Después, con un buen trozo de hogaza, chapoteó entre el aceite, el embutido y los fresquísimos huevos. Alguien comentó:

—Este muchacho, ¿dónde se meterá lo que come?

   Cuando terminó el postre, sin que se lo dijera su abuelo, salió corriendo de nuevo a ver el nivel de la tolva. La harina salía caliente de la piedra, desprendiendo un olor agradable y muy particular que inundaba toda la sala.

   La piedra para moler la cebada se encontraba a la entrada del local, a la derecha, sobre un gran entarimado, elevado más de un metro del suelo y se extendía hasta el fondo de la nave.  Tras esta  muela había una cabria de sólidas viguetas de mobila, de la que colgaba un grueso sinfín, por donde corrían dos grandes ganchos de hierro que, por medio de un volante, servían para mover las pesadas y enormes piedras, con el fin de cambiarlas o voltearlas para picarlas en su mantenimiento.


El autor junto al olmo centenario.


   A su izquierda, la muela para la harina de trigo y una serie de tubos cuadrados de madera, que disponían de pequeñas ventanillas con cristal por las cuales se podían ver las correas equipadas con vasijas de chapa estañada para transportar, según su función, el grano o la harina, en distintas direcciones. Más a la izquierda, al fondo de la sala, la limpia, que como su nombre indica tenía la función de separar el grano de trigo entero del partido y de otras semillas o palitos, cañotas, piedrecillas, arena… Estos restos recibían el nombre de porgueras. En el techo y a lo largo de la nave, colgaba un gran eje de hierro repleto de poleas de madera de diversos diámetros, que por medio de anchas cintas de cuero lañadas y enceradas, trasmitían a las diversas maquinarias la rotación. Una de ellas, salía del interior del altillo.  Toda la fuerza procedía de la turbina hidráulica horizontal instalada en el cubo que se encontraba bajo el entarimado. Recibía la caída del agua desde la presa de contención, regulada por una compuerta de hierro, que era accionada por un enorme volante. 

   En la cara sur de la sala, los sacos de cebada. A continuación, la escalera de la vivienda seguida por blanquecinos sacos de harina. También había una ventana situada en el centro de la nave, sobre los dos arcos, por donde circulaban las aguas procedentes de la turbina camino de vuelta hacia el río. Al pie de la ventana, la báscula y una estantería con las distintas medidas para la maquila, el cobro del molinero. Más al fondo, las talegas de loneta, con harina de trigo y luego los sacos con el grano. A ambos lados de la ventana, en la pared, dos frescos representaban soldados del ejército carlista y un elegante oficial a caballo. Manuel se quedó admirado.

   Al fondo de la sala, en el rincón izquierdo, había una mesa taller y a su derecha, una puerta, a la cual se accedía con tres peldaños: era la entrada a una sala de refugio de los animales por la noche. Se encontraban las cestas y cajones donde las gallinas, pavos, patos y palomas hacían la puesta para anidar. También había muchos posaderos elevados.

La puerta al campo estaba abierta y más de cien animales acampaban a sus anchas, picoteando entre la vegetación de un enorme terreno cubierto de prado, junto al molino y de monte bajo, en la parte opuesta. Numerosos árboles crecían en las orillas: chopos, álamos temblones, mimbres y juncales… que, como en una isla, quedaban rodeados por las aguas del río y las del caz de salida del molino. No hacía falta ninguna valla. Era un pequeño paraíso para los animales. 


La abuela acudió donde estaba el mayor de sus nietos:

—Ven conmigo —y se introdujo de nuevo en el gallinero dirigiéndose a una de las cestas situada en el suelojunto a un rincón.

—Mira —y con cuidado apartó un poco a una pollita inglesa que estaba incubando, para que Manuel pudiera ver los amarillentos pollitos recién nacidos. El animal casi no protestó y de inmediato, orgullosa, volvió a acomodarse sobre aquel montón de nueva vida. Algunos, los más curiosos, asomaban sus cabezas entre las plumas de su pecho. Manuel se quedó mudo de asombro:

—Vamos, no la molestemos más. ¿Te ha gustado?

—¡Ay, qué bonitos! ¿Cuándo los podré tocar?

—Mañana, mañana —y cogiendo un pequeño saquito, salieron al exterior.

Ticos... ticos... ticos... —decía la abuela, mientras lanzaba puñados de porguera a bolea. Numerosas aves acudían de inmediato, corriendo o volando, para alimentarse con aquella golosina. ¡Cuántos había!

—¡Abuela, abuela! Mira los patitos, ¡cómo nadan i bucean! —exclamó el muchacho con asombro.

Era emocionante ver como aquellos enanos, completamente amarillos, de tan solo dos o tres días, disfrutaban en su elemento. Nerviosos, nadaban velozmente, para sumergirse luego con un rápido golpe de riñón y proseguir sus evoluciones bajo del agua, y de improviso, aparecer a dos o tres metros de su inmersión, como si fueran ya veteranos anátidas. Todo un espectáculo. Al poco, la pata salió del agua seguida por los patitos —en cómica pero ordenada fila— hacia el gallinero. Para Manuel, todo aquello fue impresionante. Seguramente nunca lo olvidaría. 


   Cuando entró de nuevo al molino, el abuelo estaba junto a la ventana, en la báscula, realizando la maquila a un saco de harina que acababa de pesar.

—¿Qué haces, abuelo?

—Cobrar nuestro trabajo. Mira, de cada diez kilos nos quedaremos una de estas medidas cuando se trate de harina, y con esta otra si nos interesa cobrar en grano. ¡Hale, hazlo tú!

   Y mientras el enorme molinero traía y se llevaba los pesados sacos como si no lo fueran, el ayudante, tras equilibrar la báscula, sustraía la harina correspondiente y la echaba al saco del molinero. Era fácil.

   Mientras, el molinero cogía los sacos maquilados por la parte superior, los zarandeaba para compactar el contenido y dejaba tejido sobrante para poderlos cerrar. Comenzaba por el centro a formar pliegues hacia un extremo y luego hacia el otro, una vez juntos, con un cordel de cáñamo, dándoles tres vueltas primero, los cerraba con un nudo seguro pero fácil de desatar.

El muchacho no perdía ojo y pronto su abuelo lo invitó a cerrarlos.

—Muy bien, Manuel, estás hecho un molinero.



   La piedra volandera seguía moliendo la cebada sobre la piedra fija, incesante, derramando en el depósito cuadrado de madera, el salvado, un chorro de harina grisácea, pues al ser la destinada para los animales no se le quitaba la cascarilla del grano como se hacía con la de trigo.

   El molinero, de vez en cuando, acercaba su enorme mano al chorro cálido de harina y tomando una muestra entre los dedos, los frotaba midiendo su calibre, luego, si lo consideraba oportuno, movía un pequeño volante que separaba o juntaba la piedra volandera, la superior, que rodaba sobre la fija, dejando la harina más o menos fina según su gusto. Era de todo el mundo conocida su habilidad en la molienda. El tío Pepe el Molinero, como todo el mundo lo llamaba, era un cúmulo de experiencias procedentes de una larga serie de generaciones con el mismo oficio, que se perdía en la sombra de la historia. Su fama procedía de su buen oficio, y su popularidad de su honradez y su fortaleza físicas. 


   Venían a moler no solo los vecinos de Mira, también de lugares tan distantes como Ademuz, Casas Bajas y Torre Baja, Moya, Fuentelspino de Moya, Landete, Garavalla, etc., a pesar de que en muchos de esos pueblos disponían de molinos en activo.

Frecuentemente se le buscaba como hombre hábil para cerrar tratos, pero su gran fama la adquirió como heroico deportista, cosa que aún perduraba en la memoria de cualquier mayor de la provincia y también fuera de ella.

  Su metro noventa de altura, con una complexión fuerte y una vida sin privaciones alimenticias, rematadas por la gran afición a los deportes de fuerza y a su propia actividad profesional, habían creado un hombre fuera de serie, para asombro de todo el mundo. Manuel estaba muy orgulloso de su abuelo, y se querían mucho.


Fotografías y dibujos del autor.


Manolo Ambou Terrádez




1 comentario:

  1. Manolo!! Testimonio emotivo que construye la memoria de nuestros antepasados y la nuestra propiamente.
    Documento familiar imprescindible que tenemos gracias a ti.

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