viernes, 24 de julio de 2015

HORMIGA LEÓN (Myrmeleon europaeus)

UN DEPREDADOR

TERRORÍFICO
 

   Era un día luminoso a finales de la primavera. Me encontraba a resguardo de la mirada agudísima de las águilas perdiceras que estudiaba, dentro y de espaldas a una pequeña oquedad a modo de hornacina en la base de una gran pared, donde esperaba descubrirlas en sus quehaceres y a su pollo de esa temporada, que felizmente acompañaba ya a sus progenitores.

   Pacientemente esperaba verlas evolucionar en su feudo, pero las paredes aún no estaban suficientemente soleadas y no calentaban el aire lo necesario para hacerles más cómodos sus planeos en el Parque del Turia, en los últimos angostos del ahora modesto río.
   La tela de camuflaje, que había instalado ante mí, me dejaba completamente emboscado ante las miradas de un buen grupo de aves que pululaban cerca de mi escondite.  




Estaba sentado directamente en el suelo, en parte, cubierto de polvo y arena  desprendido de la pared, pero repleto de pequeños hoyos cónicos que siempre me habían llamado la atención. Sabía que en realidad se trataba de trampas para cazar pequeños insectos y no de orificios hechos por las gotas de agua que en algún momento rezumaran de la pared. En sus fondos se escondían las larvas de la hormiga león.
   Aquello me trajo recuerdos de una película Star Wars Episodio VI: “El retorno del Jedy”.
En uno se sus pasajes aparecía un monstruo llamado Sarlacc que me lo recordaba. Aquel embudo en la superficie del planeta donde se alojaba el ser que devoraba a todo aquello que caía en él.
  



 Era una trampa que te dejaba impotente, irremediablemente sin capacidad de escapar por sus pendientes y a la vez azuzado por las fauces del monstruo que lo habita en el fondo.
  



   Francamente, la escena y aquel ser de ciencia ficción, de George Lucas, era espantoso, y pienso que se basó en la trampa de la hormiga león para aquel engendro de terror.
   Nunca había tenido la ocasión de ver la construcción de los embudos, así que hundí rápidamente mi navaja en la arena y saqué aquella larva. Era de aspecto extraño. Tenía un grueso cuerpo con algunas pilosidades. Su cabeza plana mostraba unas agresivas mandíbulas, y llegando a medir cerca de un centímetro. 

  Alisé la arena y dejé aquella larva en el centro de la superficie. Sin pérdida de tiempo trató de enterrarse hacia atrás con movimientos del abdomen. Así que aproveche para observar, con suerte, como realizaría su nueva trampa.




   Pasó largo tiempo sin que, en aquel suelo ahora alisado donde deje la larva, ocurriera nada apreciable y esperé atendiendo mi otro objetivo, las rapaces.

  
 En cierto momento, la superficie comenzó a moverse, a ondularse. Seguramente los realizaba aquel animal y se apreciaba que lanzaba arena a su paso. Estaba construyendo un nuevo cono de unos 5 cm de diámetro en la superficie.
   Lo excavaba dando vueltas en círculo, mientras su cuerpo hundido en la arena y mientras avanzaba, la expulsaba con bruscos y vigorosos golpes de cabeza, a modo de resorte.
   Los círculos, cada vez de menor radio, terminaron en un cono perfecto, donde se apreciaban solo dos agresivas mandíbulas de aquel terrible depredador. Tenía una fuerte pendiente, al límite de la estabilidad de los granitos de arena, por donde ni las hormigas podrían ascender, que era su objetivo.
  



   La trampa estaba preparada a la espera de que una inquieta hormiga pasara por la zona y en su búsqueda, entrara en aquella fatal depresión.
   Pasaron muchos minutos sin que ninguna exploradora apareciera por aquel “campo de minas”, pues eran varios los orificios que tenía junto a mí.



   Ya conocía su estado adulto de estos neurópteros, se parecían a las libélulas de vuelo mucho más endeble y con antenas largas. Las vi por primera vez entre los insectos que llegaban por la noche a mi casa en el campo, atraídos por las luces. Tenían un vuelo muy delicado, parecía que el viento dificultaba su frágil revoloteo y al posarse se agarraban fuertemente a la pared encalada o alas esquinas de madera de la puerta o ventanas con sus fuertes uñas. Tenían unos diez centímetros de envergadura, de color grisáceo de alas trasparentes con algunas manchas algo obscuras, sus antenas eran grandes y capitadas, lo que las diferenciaban de las libélulas, parecían preparadas para captar vibraciones de sus presas o para seguir las feromonas lanzadas al aire por sus congéneres, sistema muy utilizado por las polillas y tantos insectos nocturnos.   




   Ante la inactividad por el suelo, seguí con mi vigilancia a las águilas perdiceras que ahora debían iniciar su desentumecimiento con cortos vuelos en la cárcava.
   La gran pared, ahora más iluminada, comenzaba a mostrar sus protuberancias. Allí estaban, los ejemplares adultos en la misma cornisa. De espaldas al vacío mostraban sus pardas plumas que se confundían con las sombras de la pared, pero el pollo no conseguía descubrirlo en la roca, así que cambié la mirada a la zona forestal.
  La nitidez y luminosidad de mi telescopio pronto lo descubrió. Estaba posado en el interior de la fronda de uno de los pinos posaderos y ahora, bruscamente, zarandeaba todo su plumaje, para seguir con su aseo, repasando con el pico sus plumas más alejadas. Su pecho canela lo diferenciaba de sus progenitores de pechos blancos moteados por manchitas negras, menos abundantes y más pequeñas en el macho de mayor edad.
  Bueno. Mi tarea de control sobre el pollo ya había terminado por ese día, así que seguí ahora con mi curiosa observación a las hormigas león, que pacientes esperaban al acecho el paso de los insectos. Pero yo no disponía de tanta paciencia y tampoco estaba dispuesto a pasar la mañana esperando aquel momento, así que con un palito fui animando a una hormiga para que se introdujera en la trampa. Necesitaba observar con detalle el comportamiento de ambos artrópodos.
 Irremediablemente la hormiga cayó en la trampa e inmediatamente trató de ascender por aquella fuerte pendiente al límite de la estabilidad de la arena, que al trepar por ella se desmoronaba y le impedía ascender.  Fallaban casi todos sus pasos, y aun que en algunos momentos conseguía cierta altura, pronto observé que la cazadora lanzaba con su cabeza arena a la hormiga para que resbalara. Pocos segundos después, la hormiga ahora en el fondo, era atrapada por las poderosas mandíbulas que la sumergieron en la arena, desapareciendo completamente en el fondo. Aquellas terribles piezas bucales huecas succionarían de inmediato los jugos de su víctima.
La escena me impresionó. Me sentía algo culpable por mi provocación, pero una vez más, pudo mi curiosidad.

Dibujos: George Lucas (Star Wars Episodio VI: “El retorno del Jedy”)
Fotografías del autor.

Manolo Ambou Terrádez

3 comentarios:

  1. Muy interesante, cuidado con tu curiosidad...............

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  2. Un interesante mundo también por descubrir este de los insectos. Gracias Manolo.

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  3. Me encanta, como siempre. Buenas fotos, especialmente las del adulto, mucho más difíciles de conseguir que las de la larva.

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