miércoles, 20 de junio de 2018

TORCECUELLOS (Jynx torquilla)



UNA DISCRETA AVE

 Durante mis numerosas jornadas de campo y en algunas ocasiones he tenido encuentros con especies sumamente discretas, por sus costumbres crepusculares o nocturnas, o también en algunas aves por su camuflada librea. Este es el caso de nuestro torcecuellos.

   Mi encuentro con el mundo natural comenzó en época muy temprana incluyendo mi interés por las aves, en aquella época sin medios ópticos y ni siquiera información editada especializada.
 Me limité a hojear una y mil veces el maravillosa diccionario enciclopédico   ilustrado  de José Alemany que me dejaba mi padre para distraerme, cuando convaleciente quedaba prisionero en la cama por las clásicas enfermedades de cualquier niño, por lo que quedó un poco desvencijado.
  Este maravilloso y pesado libro que informaba de forma escueta de todas las palabras, añadiendo un sencillo dibujo a plumilla de ella si se prestaba, solo en pocas ocasiones aparecía unos hermosos cuadros en color que agrupaban algunas especies de fauna, flora o minerales; extraordinaria información que me cautivó, provocando en mí esa enorme curiosidad por conocer y valorar todo este mundo de bellezas que nos rodean, impensables para mí.


  Hasta entonces todos mis conocimientos se forjaron directamente en mis jornadas de campo y en la información incompleta que aquellos campesinos, cazadores o los más eruditos del lugar pudieron ofrecerme amablemente.

  Estoy hablando de los años cincuenta, cuando ni por asomo existía en mi país la TV.
  La literatura especializada era muy cara y la encontré posteriormente en los años sesenta – setenta, cuando comenzaron a importarse los maravillosos libros de campo editados por científicos ingleses; grandes ornitólogos, auténticas joyas.

   Así que para mí fue una interesante novedad encontrarme cara a cara con esta desconocida ave, que por su gran discreción había pasado desapercibida hasta este momento. Os lo cuento.
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   Era un día muy caluroso de Junio, esa época en la cual gran número de fauna se encuentra atareada finalizando sus nidificaciones. Mi costumbre de poner en los orificios de los viejos árboles pequeños palitos atravesados dio resultado. Lo habían quitado sistemáticamente varias veces, a lo largo de un par de días, lo que me confirmaba que en su interior se albergaba algún animal.

  Se trataba de un centenario algarrobo de tronco rugoso y algo retorcido, con algunas heridas ya cauterizadas por fuera, que daban paso a su interior con madera descompuesta, donde posiblemente albergaba algún animal con hábitos troglodita´.

   Así que busqué un lugar para apostarme con mi tela de camuflaje a una distancia prudente y esperé con cierta impaciencia a que se descubriera quien era el inquilino de aquel centenario árbol.



  Habían pasados solo treinta minutos cuando por aquel orificio apareció la cabeza de un ave que, con el mismo aspecto de la corteza del árbol, perfectamente camuflada por su librea críptica, solo pude distinguirla por sus movimientos y gracias a los aumentos del teleobjetivo.
Emitía unos casi inapreciables sonidos mientras miraba en distintas direcciones, comprobando mi ausencia.

   Su cabeza de tono pardo terminaba con un pico más bien fino y mediano, que contenía una larguísima lengua para captar aquella hormiga despistada que se acercaba a su cubil. Jamás lo había observado, pero esto me dio la pista, busqué en mi libro de campo en la familia de los pícidos (carpinteros) y así pude confirmar de quien se trataba, un torcecuellos.

   Jamás lo había visto. Otra especie para mi numerosa colección de aves observadas.
La guía completó mis escasos conocimientos con esta ave, especialmente el alojamiento de su larga lengua, como todas las especies de su familia, recogida en una cavidad especial que circunda su cráneo y su extremidad provista de numerosos ganchitos con los que atrapan las presas por más escurridizas que sean, pero esta no, su lengua era igualmente muy larga pero muy fina y seguramente pegajosa, por la facilidad con que le vi capturar a una hormiga que errante pasó cerca de ella.

   El ave, desaparecía y aparecía por el oscuro orificio algo inquieta. Yo estaba tranquilo, ya que no miraba en mi dirección, por lo que no la intimidaba, no me había descubierto.


  Inesperadamente sacó todo su cuerpo del agujero y posándose en una ramita se puso a emitir un reclamo que ya había escuchado numerosas veces, pero que nunca había sido capaz de descubrir su autor, para mí había sido un misterio.
Kia-kia-kia-kia-kia………. Repetidamente unas 30 veces, con una frecuencia de 3 por segundo y un tono de lamento. Unos cortos descansos y pronto repetía su fuerte reclamo que se debían esparcir por el monte a buena distancia.

   De pronto y a distancia escuché el mismo canto, pero con un tono algo más agudo.
¿Sería su pareja?
  Segundos después, algo precipitadamente y sin dejar de emitir unos sordos sonidos se introdujo en la cavidad y dándose la vuelta asomó su cabeza nuevamente con las plumas de la cabeza encrespadas, mientras su pareja descendía por una rama gruesa inclinada a su encuentro; llevaba el pico lleno de bultos blanquecinos y se los ofreció como si fuera esta una cría; la receptora debía de ser la hembra, un auténtico cortejo.
Acto seguido saltaron juntos por una de las ramas y aunque las hojas me impidieron una visión clara, pude adivinar su cópula. Obviamente nidificaban en este lugar.


  Aun no existía Internet, pero si ya buena literatura especializada en aves. Pronto me informé de su puesta (7 - 12 huevos blancos) y tiempo de incubación una vez puestos de unos 12 días compartido por ambos, el macho por la noche y la hembra por el día. Con estos conocimientos me aseguraban los momentos más activos para obtener un buen reportaje, que completaran mis conferencias tan bien recibidas por jóvenes y mayores, sobre “NUESTRO ENTORNO NATURAL”.

  Félix Rodríguez de la Fuente terminaba de fallecer y aunque estaba presente su maravilloso legado, el mundo apasionado por la naturaleza que había surgido mayormente por sus extraordinarios reportajes necesitábamos más, que continuara.


   Trasladé al lugar un hide de fibra de vidrio que imitaba una auténtica roca. Esto me permitió estar más cómodo al poderme cambiar de postura, sin que el escondite se moviera.

  Días después y acostumbradas las aves a la roca, me introduje en ella y quedé acomodado como en una piragua, pero con el trípode entre las piernas, el objetivo de turno inmovilizado encarado al orificio del viejo algarrobo y equipado con mucha   paciencia.


  No tardaron en presentarse las aves cargadas de jugosas pupas y larvas de hormiga emitiendo sus característicos y discretos gorjeos que alertaban a los supuestos poyos de su llegada.
   Colgados con sus garras, apoyados con la cola en el borde del orificio y tras asegurarse de ausencia de peligro, entraban en la oquedad un breve momento, justo para alimentar a sus polluelos y esperar el paquete fecal de alguno de ellos. Segundos después asomaba la cabeza portando en su pico aquel empaquetado excremento y tras asegurarse nuevamente de algún peligro volaba con ligeros movimiento ondulante, para desaparecer en la pinada y tirarlo lejos de allí.
   
No siempre se asomaban los padres con el paquete fecal, entonces salían menos precipitadamente y posándose en una ramita cerca del nido relajados se aseaban brevemente.
Esta acción fue repetida por ambos consortes muy frecuentemente y a lo largo de mis visitas fue acortándose, supongo que a razón del desarrollo progresivo de la pollada.


   Estos pitos no trepaban por los troncos como lo hacen los componentes de su familia, a pesar de que disponían como ellos dos dedos dirigidos hacia adelante y los dos restantes, hacia atrás, característica propia de estos.

 Se acercaban al cubil especialmente a saltitos sobre las gruesas ramas inclinadas e incluso en varias ocasiones pude verlos acercarse por el suelo como si fuera un gorrión.


   Pasadas las dos semanas de vida de los polluelos cuando estos comenzaron a asomar sus cabezas en la entrada a la espera de sus padres. Miraban el exterior con sumo interés. En solo unos tres o cuatro días más abandonarían el nido para apostarse por los árboles de alrededor, esperando que con sus reclamos acudieron sus padres para alimentarlos.
  Así fue. Aquel día ya no había actividad en el viejo algarrobo, solo escuchaba sus reclamos por los alrededores confirmando lo leído.

  Seguirán a los padres unas dos semanas, bien alimentados por ellos y aprenderían a introducir su larga lengua en los hormigueros para capturar sus pupas, larvas o insectos ya formados en el exterior.  Pronto se independizarán.

   Parece ser que en algunas ocasiones suelen hacer dos nidificaciones y solo quedaba confirmarlo y así fue.

   Aunque no tuve ocasión, sí que pude enterarme del motivo por el cual se le denominaba “torcecuellos”. Esta pequeña ave, cuando se ve amenazada en su oquedad, estira el cuello y erizando las plumas de su cabeza comienza a realizar movimientos que se asemejan a una víbora amenazadora, de esta forma ahuyentan a los mustélidos que pudieran asomarse a su receptáculo.

   A lo largo del verano, hasta Septiembre, comienzan a viajar hacia el Sur para saltar al continente africano a la zona tropical, donde residirán hasta la nueva primavera, cuando regresarán nuevamente a nuestras tierras, repletas de uno de los alimentos más abundantes de la Tierra, sus hormigas.



Fotografías del autor.

Manolo Ambou Terrádez

4 comentarios:

  1. Fabuloso artículo y muy buenas fotos enhorabuena Manolo

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  2. Bonito articulo, muy interesante!!!un saludo

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  3. artículo y fotos muy buenas. gran labor la tuya.

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  4. Como siempre, un maravilloso artículo y preciosas fotografías Manolo.

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