lunes, 25 de septiembre de 2023

ESQUIANDO: ALUD Y NIEVE PROFUNDA







LA PLAGNE, ALPES FRANCESES 

Es el primer día de esquí en los Alpes. Empiezo la temporada con mis actuales alumnos del Club de Esquí Valencia. Esta vez, nuestra acostumbrada estancia de Fin de Año la hemos programado en La Plagne (valle de Terentaise, en el departamento de Saboya). Los franceses son grandes profesionales del mundo del deporte blanco y este tipo de inmensas estaciones son habituales. 


No obstante, no la conozco y por ello, he decidido llevarlos al punto más elevado. Partimos al pie de nuestros magníficos apartamentos. Los esquiadores valencianos hemos copado gran parte de este gran complejo invernal. 


Los objetivos de esta “excursión” son varios. Además de conocer la estación y evitar desorientarnos (es inmensa, insisto), quiero avivar la práctica de mis alumnos ya que, aunque expertos (algunos son repetidores desde hace algunos años conmigo), probablemente sea la primera esquiada de la temporada. De paso, evaluaré el nivel de esquí. 


Hemos cogido varios remontes y terminamos nuestro ascenso a la parte más alta de la estación. El recorrido de la telesilla es el más largo que he hecho, al menos hasta la fecha: 14 km. Un trayecto que sube y baja y vuelve a ascender y desciende y sigue… y de esta forma salva un valle entero.


La ruta es por pista roja y contiene tramos por pista azul muy largos. También se cruza el Túnel. Como os había dicho: me gusta conocer anticipadamente las pistas que luego elegiré para practicar con mis alumnos. 


Mi compañera Pilar, con un alto nivel de esquí, nos sigue detrás, fuera de clase. Nos acompaña y también aprovecha para reconocer, como nosotros, la estación.


De vez en cuando dejo que los alumnos me adelanten: examino sus incorrecciones para, en días sucesivos, corregirlas mediante ejercicios específicos. 


Iniciamos la ruta elegida que atraviesa el largo Túnel y nos deja ya encarados al valle de inicio. Me paro en la loma y desde allí espero que terminen de pasar los últimos miembros de mi grupo. Pilar, siguiendo mis indicaciones, se ha detenido con el resto a unos 50 m de donde estoy yo. Estamos envueltos por la niebla que invade esta parte alta del valle y hay dos alumnos que vienen algo retrasados. Los cuento y… ¡estupendo! sólo faltan dos, un matrimonio que viene rezagado.


Pero de pronto noto que algo me empuja hasta la altura de la cadera. Instintivamente y con rápidos movimientos de escalera con los esquís me subo sobre la masa de nieve que se me lleva. Quedo sobre ella y evito que me tumbe, pero mis dos rezagados alumnos no supieron evitar el trance.

Él queda semi cubierto de nieve, pero está consiguiendo salir. Su pareja ha desaparecido envuelta por la nieve. Corro hacia ella mientras aviso a mis alumnos:


— ¡Alud, alud! —


Llego al caos de nieve que ya se ha detenido por este lado. Hago que salten mis esquíes y escarbo rápidamente hasta que felizmente encuentro su cuerpo, inmovilizado por aquella masa blanca compactada por su desplazamiento.

Dejo al descubierto su cabeza, la desentierro y la ayudo para que se monte nuevamente en los esquís. La esperanza que su marido venga para ayudarnos es vana: aterrado, ha puesto esquís en polvorosa hacia el grupo que había reunido mi “ayudante” Pilar, en aquel descenso de reconocimiento. 

La niebla me impide ver de dónde procede el alud y si aún desciende por otra zona. Debemos salir rápidamente de ese lugar.


El grupo que ahora controla Pilar está a salvo, de momento: el punto donde los ha detenido parece seguro. Pero a pocos metros, un muchacho de un grupo de esquiadores que se encontraba también parado esperando que nosotros les orientáramos en el descenso, es derribado y arrastrado por otra lengua de alud que aún se mueve. Lo lleva dando vueltas delante, como si fuera una pelota en una ola marina. Lo hace girar cerca de cincuenta metros sin llegar a enterrarlo. Aunque asustado, regresó con sus compañeros que gritaban ante aquel suceso.

Este tipo de avalanchas son de suave movimiento, pero pueden envolver y bloquear una persona, aunque solo la cubran con un metro de nieve (tal y como hemos visto).  


Agrupo a todos mis alumnos y sospechando que entre aquella niebla puedan alcanzarnos nuevos desprendimientos, sin pérdida de tiempo, los saco de aquel collado. El otro grupo se nos ha unido en el descenso hasta nuestro valle:

 

—¡Hale, hale, hale! — 


Quiero darles prisa, pues la niebla sigue impidiéndome ver nuevos desprendimientos u otras amenazas.


Días posteriores, cuando volvimos por la misma ruta, pudimos apreciar de dónde y cómo habían surgido aquellos aludes: se trataba de una serie de cornisas amenazadoras. Lo habitual es que los profesionales del equipo de seguridad de la estación las rompieran. La zona había sido señalizada adecuadamente.


ATENCIÓN: NORMAS BÁSICAS

 

1.  Es importante llevar las fijaciones de los esquís correctamente apretadas, para ser capaces de soltarlas con un brusco movimiento lateral, ya que, en caso de quedar envueltos por un alud nos bloquearán irremediablemente, impidiendo cualquier fuga.

 

2.     Si ya no podemos "nadar" sobre el alud, debemos cubrirnos con las manos la boca y la nariz para evitar asfixiarnos. 

 

3.   Si una vez parada la masa que se nos ha llevado y (envuelto) podemos hurgar y movernos, soltando saliva podremos apreciar la vertical y así dirigirnos hacia el exterior.

 

4.  Si esquiamos en compañía y no estamos afectados por el alud, hemos de intentar adivinar el recorrido del compañero arrastrado, para localizarlo y prestarle auxilio lo antes posible.

 

Todo esquiador tendría que asistir a algún curso sobre aludes.



Si esta fue la aventura del primer día, os explicaré la del último: toda una experiencia con la nieve polvo.


A mediodía debíamos partir de regreso a España. Esa noche había caído una enorme nevada de un metro y medio de espesor. Lo cubría todo. Había dejado la estación bloqueada. Al ejército de retracs aún no le había dado tiempo de pisar la nieve para abrir las pistas. Solo estaba practicable la que unía (con un telearrastre), el otro centro de la estación, el de la Plagne Centre.


— ¡Fenomenal! exclamé desde el balcón de nuestro apartamento.


Aquella maravillosa nieve profunda es el sueño de todo esquiador experimentado. Ya hace muchos años que esquío y únicamente había podido descender por este tipo de nieve media docena de veces.


Alerto a Carlos y a Nico, nos equipamos y salimos disparados con aquel remonte a lo alto del collado. Íbamos a descender por el bosque gozando de aquella nieve espectacular tantas veces soñada.


Mi excelente alumno Jaime, un niño de solo doce años, miembro del equipo de competición, suplicaba a su padre poder participar en aquel anhelado descenso:


—Papa, déjame ir con ellos—

—Si vas con Manolo y acepta, te dejo— fue la respuesta del progenitor.


Yo acepté, pues conocía sus cualidades. Quedaba por resolver un problema: la nieve profunda le llegaba a la altura de la cabeza así que, encarados en aquella fuerte pendiente, lo puse a mi lado izquierdo.


Elegimos una inclinada ladera fuera de pistas, que alcanzando el bosque nos llevaría de nuevo al pie del remonte y le dije al muchacho: 


—Vamos a iniciar los giros una vez alcancemos cierta velocidad.  Hemos de cargar un poco el peso en las colas, así conseguiremos que los esquíes queden algo levantados respecto a la pendiente y aparecerán las puntas. De esta forma no adquiriremos excesiva velocidad, pues la pendiente es muy fuerte.

Bajaremos a la vez, en paralelo, con giros suaves y rítmicos con igual apoyo en ambos esquíes y cuando vayamos a detenernos, te lo indicaré con tres numeraciones y pararemos uno junto al otro. ¿Comprendido Jaime? ¿de acuerdo? —


Sí, Manolo— afirmó el joven esquiador que iba a estrenarse con semejante profundidad de nieve en polvo.


La sensación que vas a tener es de flotación en el aire, como si estuvieras en una nube, dado que no apreciarás presión alguna en los esquíes, por la poca densidad de esta nieve. Si cargas más (peso), en uno que en el otro, perderás el equilibrio y te caerás. —


—respondió aquel valiente muchacho emocionado.

A la una, a las dos y… ¡abajo! — conté.


Yo le iba cantando los giros para marcarle el ritmo y evitar que se alejara de mi lado. Carlos y Nico descendían a nuestra izquierda en paralelo (a unos diez metros). La imagen que ofrecían era espectacular. Una nebulosa de nieve comenzó a elevarse desde la punta de los esquíes. Chocaba con las rodillas y conforme ganábamos velocidad, fue subiendo hasta alcanzarnos el cuello. Solo cara, puños y, de vez en cuando, la punta de las tablas era visibles. Acústicamente, aquel elemento blanco nos acompañaba con un sonido muy particular, singular, especial...


Flotábamos en aquella nieve gaseosa. Tras nosotros, una enorme estela de polvo en forma de nube, se extendía cerca de cincuenta metros.


Qué lástima que nadie estuviera fotografiando o filmando el soberbio descenso. Era hermoso en demasía.



(Montaje) La foto que yo soñé.


De reojo controlaba a Jaime que, como mis compañeros, solo asomaba su rostro protegido por las gafas y la capucha. También detectaba los puños que rítmicamente dirigían los bastones para su clavado. El gesto era algo inútil como apoyo, pero excelente equilibrador y marcaje del ritmo.


Cuando alcanzamos el bosque todos paramos.


  • Atención: ¡a la una, a las dos y a las tres! — le hice saber.


Jaime se detuvo junto a mí, como le había indicado. Fue entonces cuando lo sujeté del cuello de la chaqueta para que no perdiera el equilibrio y desapareciera en la nieve en polvo. La profundidad lo superaba.


Aquella nevada tan abundante y oportuna nos hizo gritar de felicidad. A todos.


Jaime aún no se lo creía y yo me sentía muy orgulloso del nivel que había conseguido tras nuestros cursos de formación. Empezó a muy temprana edad y había recorrido muchas de las estaciones alpinas que teníamos por costumbre visitar. De entre los cuantiosos miembros del Club Esquí Valencia, era el mejor esquiador del equipo juvenil de competición.


Debíamos continuar. Optamos por las zonas más claras del bosque para evitar los abetos cubiertos de nieve. Abetos blancos como fantasmas.


El control que teníamos era espectacular y seguimos descendiendo rítmicamente sin parar de lanzar gritos de alegría. No podíamos contener la euforia que sentíamos. A Jaime ya no necesitaba marcarle los giros, era como si fuera mi sombra.


Cuando llegamos abajo, junto a los apartamentos, muchos de los compañeros, que asomados a los balcones contemplaban nuestro espectacular descenso, comenzaron a aplaudir. Seguramente, la mayoría sentiría algo de envidia por no haber alcanzado, aún, el nivel para este tipo de actividad por la  nieve profunda. Muy profunda. 


Nosotros, sin detenernos, repetimos el descenso varias veces evitando las propias huellas.


Un auténtico placer que jamás olvidaríamos.


Fotomontajes del autor.


Manolo Ambou Terrádez


























lunes, 18 de septiembre de 2023

MAL DE ALTA MONTAÑA


UNA SITUACIÓN

 APURADA


Practicando el alpinismo, solo he sufrido un episodio problemático de mal de alta montaña, que nos puso en apuros a un compañero y a mí.







Era un día de agosto en 1975, cuando aprovechando las vacaciones de verano, realizamos un viaje a los Alpes franceses, concretamente a la Meca de la escalada en montaña, Chamonix. En la comuna alpina germinó este atrevido deporte, el Alpinismo. Sus innumerables aventuras generaron relatos y guiones cinematográficos excepcionales.


El nuestro, no era un viaje exclusivamente de montaña. Queríamos visitar Suiza y otras regiones francesas, pero como montañeros no podíamos desperdiciar la ocasión de ascender al pico más alto de los Alpes, el Mont Blanc, con sus 4.808 m.



Era una ascensión relativamente sencilla, pero requería de aclimatación, resistencia y sencillos manejos de cuerda, piolet y crampones. Por ello no me inquietaba realizarla con mi compañera Pilar y dos alumnos de esquí, Jesús y Miguel, con quienes habíamos hecho buenas migas.


Al valle, llegamos en el crepúsculo y, muy cerca de Chamonix, ya nos sorprendió un glaciar que casi alcanzaba la propia carretera. El ambiente prometía.



Después de alojarnos en el camping, fuimos a la oficina de guías de montaña para consultar la previsión del tiempo. Planificaríamos la ascensión al pico más alto y emblemático de aquel macizo en función de la información.

Nos indicaron que llevaban veintidós días en condiciones climatológicas desfavorables y preveían que se alargarían una semana más. Como sabíamos que la fiabilidad en la predicción meteorológica de estos profesionales era total, mientras tanto, proyectamos una visita a Suiza.


Cumplido nuestro viaje, regresamos a Chamonix e inmediatamente volvimos a la oficina de guías:


Amaneció un día magnífico, hay que salir corriendo.



— Tenéis un día y medio para realizar la ascensión — nos dijeron.


Así que, sin pérdida de tiempo, con el material adecuado, partimos de la Gare de Bellevue (1.794 m), para tomar un tren cremallera que nos llevaría al refugio Nido de Águilas (2.371 m).


Esta ascensión tan precipitada, que no daba opción a la correspondiente aclimatación, tuvo consecuencias. 


Pilar se quedó en el refugio ya afectada de un fuerte dolor de cabeza.

Miguel, Jesús y yo continuamos. Después de remontar una fuerte pendiente de rocas alcanzamos el refugio de Le Goûter (3.800 m), también con fuertes dolores de cabeza.





El refugio estaba a tope. Todo el mundo esperaba la ascensión al día siguiente, pues amanecería con buen tiempo y seguiría así hasta el mediodía.


El malestar era tan intenso que me impidió fotografiar el espectáculo que se había formado en el exterior. Las nubes, alargadas y rosadas por la luz del atardecer, desfilaron ante nosotros como si fueran una migración de dinosaurios. 

 

El refugio estaba repleto de montañeros ansiosos del respiro meteorológico que permitiera hacer la cumbre del mayor pico de los Alpes.

No quedaban literas y tuvimos que dormir acostados sobre las mesas del comedor que quedan libres después de cenar.


Nos llamó la atención la colocación del váter: al final de un corredor, fuera del refugio. Quedaba colgado sobre el abismo. Solo mirar por el orificio producía vértigo.


A la una de la madrugada me despierta la agitación de las primeras cordadas. Son los guías y sus clientes que salen ya hacia la cumbre.


Sorprendentemente aprecio que ya me he aclimatado y ha cesado el dolor de cabeza. Pregunto a mis compañeros y únicamente Miguel sigue con dolor y angustia. 


No tengamos prisa. Dejemos que nos marquen la ascensión. Saldremos a las tres y de paso a ver si mejoras, Miguel — les indiqué.


Eran casi las tres de la madrugada y Miguel seguía sin recuperarse, así que solamente Jesús y yo, con las linternas frontales, seguimos aquella procesión nocturna que se dirigía hacia el abrigo Vallot. 


Calzados con los crampones y apoyados con el piolet, inicié yo nuestra ascenso. La nieve helada crujía herida por los crampones. Cuando llegamos al pequeño refugio metálico, montado estratégicamente entre unas rocas, comenzaba a amanecer. Bajo, en el valle, en tinieblas aún, brillaban las luces compitiendo con las estrellas. 



Desde el refugio Vallot (4.360 m) y en nuestro breve descanso, apreciamos los estragos que muchas cordadas estaban sufriendo por la falta de aclimatación.  

Seguramente las condiciones físicas de algunos alpinistas tampoco eran las idóneas.

Un helicóptero no paraba de hacer viajes para evacuar montañeros incapacitados. 




Mientras realizábamos un pequeño descanso, Jesús me comenta que tenía algo de malestar, pero me insistió que podría aguantarlo. Seguimos con nuestra ascensión.



Tras superar un lomo con cierta pendiente, pronto nos encontramos en la larga y estrecha arista de las Bosses, que nos llevaría entre abismos hasta la cumbre. 


Nos cruzábamos con las primeras cordadas que ya descendían, pero han menguado. Solamente un tercio del conjunto que salieron desde el refugio de Goûter continúan en buen estado.




Con un paso muy cómodo, al fin, llegamos a lo alto de aquella importante montaña de suave cúspide a 4.810 m. La sensación térmica era de unos -20ºC por el fuerte viento.


El interminable ascenso debió costarnos unas cinco horas.
Nos felicitamos y allí de pie, sacamos algunas fotos, mientras contemplamos el extraordinario paisaje. Europa a nuestros pies.


Europa ante nuestros pies.

No invertimos mucho tiempo en comer unas onzas de
chocolate con frutos secos y comenzar el descenso antes de enfriarnos.


Ya bajando, aún nos cruzamos con una cordada de tres alpinistas alemanes. Era la última. 


Vamos encordados y me pongo de segundo, detrás de mi compañero. Con la cuerda lo controlo. Cuando la arista Bosses aumenta su anchura y la pendiente se suaviza, Jesús se sienta delante de mí para descansar. Aunque sé que no es conveniente se lo consiento un par de minutos.



¡Hala, vamos — le hago saber algo preocupado!

— ¿Sabes lo que te digo? Ves bajando tú que yo me quedo aquí — me dice con una tranquilidad espantosa.


Aquella contestación me hace comprender que no está en sus cabales, seguramente por estar afectado de mal de altura. Ahora sí que estaba muy preocupado, aunque lo tenía claro.

Ante su negativa a descender, y sin dudarlo, le pongo un pie con los crampones sobre su mochila y lo empujo, obligándolo a descender rápidamente resbalando de espaldas. Lo paro con la cuerda y mi piolet clavado hasta la cruz. El recorrido es de unos quince metros arista abajo. Lo alcanzo y vuelvo a repetir mi acción. El objetivo era perder altura lo antes posible. Como continuaba sin querer descender y diciendo tonterías, me vi obligado a repetir mis empujones dos o tres veces.  Quizá fueron más… 


Por fin, y ante las preguntas que seguía haciéndole mirándole a los ojos, me pareció que comenzaba a recobrar la razón, pese a estar aún algo confuso.


Mientras perdíamos altura progresivamente seguí asegurando su descenso (que ya realizaba él mismo sin necesidad de empellones), y así continuamos, sin más problemas, hasta el refugio Vallot, donde realizamos un breve descanso y comentamos lo ocurrido. Jesús no lo recordaba muy bien. 



Un buen rato después, y medio corriendo, llegamos al refugio de Le Goûter donde nos esperaba nuestro compañero Miguel ya recuperado. Sin pérdida de tiempo nos apresuramos en nuestro descenso, dado que se estaba montando una tormenta. Nunca había visto caer a la vez agua, granizo y nieve, adobada por truenos y relámpagos. Era mediodía. El parte que nos dieron en la agencia de guías fue exacto: un día y medio. Impresionante.


Era medio día y comenzaba a nevar.


En Nido de Águilas, Pilar, también completamente aclimatada, nos contó que se había enterado de que dos de nosotros habíamos hecho cumbre. Fue informada por los montañeros de las cordadas que ya habían descendido.  Se fijaron que nuestra cuerda era de color fucsia y Pilar confirmó que éramos nosotros.


¿Qué conclusión podríamos sacar sobre el efecto de la elevada altitud sobre los humanos?  


Cada organismo tiene una capacidad de aclimatación más o
menos rápida. Confiaba en la mía por otras ascensiones, en las que no tuve problemas. Aunque nunca se sabe. Por supuesto, que disponiendo de tiempo hubiéramos realizado una ascensión sin tantas irregularidades, pero…el alpinismo es así de divertido.   


Fotografías del autor.


Manolo Ambou Terrádez