Era muy temprano. El rocío cubría aún toda la vegetación de
la ribera. El agua descendía ligera por el cauce antes de calmarse un poco en
una zona más amplia para alcanzar un recodo donde profundizaba.
Allí las truchas chapoteaban al pillar los insectos que
bajaban por la superficie del agua, y en ocasiones, también saltaban
acrobáticamente para capturar en vuelo a los que se acercaban a ella.
El pescador se movía con sigilo para atravesar la fronda de
aquel bosque de galería en busca de la orilla. Trataba de no ser visto por las
truchas; sus apreciadas presas.
Buscaba con vista penetrante la más grande, ese trofeo
anhelado con el que siempre había soñado.
Su record, estaba en una trucha de un kilo novecientos, un
precioso ejemplar, que le dio mucha guerra para cansarlo y orillarlo hasta el
salabre, sin que se le escapara. Él seguía soñando con otra mayor que superara
aquella última. Pero las truchas, cuanto más grandes suelen ser también más
recelosas, mucho más listas.
Tenía que descubrir cual era la reina de aquel tramo del
Turia, aun por sus últimos angostos, por ello esperaba paciente descubrir todos
los movimientos de caza de aquellos depredadores acuáticos.
Nadaban suavemente contra la corriente, compensando la velocidad
del agua, evitando salirse de su territorio de caza.
Cada trucha parecía dominar una zona y solo se desplazaba
lateralmente para capturar las presas que llegaba por la superficie.
De vez en cuando, alertadas por no se qué, se sumergían más
profundamente desapareciendo y esperaban un buen rato, minutos después surgían
nuevamente en la superficie, provocando ligeros chapoteos en su caza, que las
delataban.
El pescador, paciente, seguía observando aquel magnífico
rincón del río. Quería asegurarse de la presencia de su trucha soñada que, más
astuta, solo se dejaría ver, cuando reinara la paz en el río y se le pusiera a
tiro su insecto preferido, ésa sería la clave para su captura.
Pico picapinos |
Un fuerte chapoteo
le indicó al pescador la existencia de un ejemplar muy grande.
Había saltado en la base de unas rocas, que caían en
vertical en la margen derecha del recodo, sumergiéndose profundamente hasta el
fondo del río. Allí se escondía la reina de la poza.
El pescador, ahora fijó su mirada en aquel territorio,
esperando descubrirla, cuando una vez relajada saliera del fondo, amparada por
la sombra de la pared.
¡Qué lista!
¡Allí esta! . Acababa de sacar el morro para capturar un
pequeño insecto. El pescador intentaba descubrir su especie, para buscar
en su colección de moscas artificiales, aquella que imitara a la
preferida por la vieja trucha.
Qué curioso. La trucha capturaba insectos que el no
llegaba apreciar. Solo elegía pequeños insectos, tan pequeños, que no podían
ser imitados en un anzuelo que soportara aquel enorme pez.
El pescador tenía la costumbre de estudiar sus estómagos al
limpiarlas y así conocer sus apetencias. Había comprobado, que las truchas
más grandes y salvo en escasas ocasiones, la mayoría de presas eran diminutas
mosquitas, como las del vinagre.
Posiblemente, esa costumbre le había alejado de los
señuelos, garantizándose de esta forma ser capturada por los pescadores.
Seguro que ella se había escapado más de una vez de los
anzuelos y ahora rechazaba completamente aquellos que le atrían anteriormente,
mientras no estuviera segura de la autenticidad de la presa.
Aquel ejemplar, por su tamaño, debía saber de líneas,
de plomos, de cucharillas, en fin, de casi todas las artes y señuelos.
¡A ella con tonterías!
Esto era una provocación para el pescador, que convertían
esas cualidades del pez como un codiciado trofeo.
Debía de pesar más de dos kilos. Era enorme y se movía majestuosa
entre dos aguas. De vez en cuando sacaba su insultante morro, para capturar
delicadamente aquel pequeño insecto que aún daba señales de vida, de no
estar ahogado. Solo saltaba, y muy pocas veces, para capturar algún
insecto, de esos que en ese momento pululaban por la superficie.
Una de aquellas moscas, que seguramente terminaba de eclosionar,
se había lanzado al viento en su primer vuelo. Insinuante, rozaba la superficie
del agua con marcadas ondulaciones. El chapoteo fue tal, que el pescador,
emocionado, sintió un escalofrío por la espalda hasta su nuca
Con su punzante mirada, había descubierto lo que le
apetecía a aquel ejemplar. Era una mosca mas bien clara, no muy grande.
Mosca artificial |
Abrió un bolsillo de su chaleco y sacó una caja con una plancha de corcho donde tenía clavadas una auténtica colección de moscas artificiales, buscando la que se pareciera.
Estaban confeccionadas con plumas de diversas texturas y
colores. Según le dijeron, las del cuello de los gallos leoneses, eran las
mejores.
Cubrían el anzuelo, sujetas con hilo de seda de tono muy
estudiado, que las envolvía en parte con numerosas vueltas, imitando a la
vez el color y el grosor de un insecto determinado.
Tenían diversas formas y colores. Algunas más redondeadas,
parecían imitar a ciertos abejorros con atractivos brillos; otras grises y
negras, semejaban hormigas voladoras. Eran auténticas obras de arte.
El lugar era muy frondoso y no le permitía pescar con línea
de cola de rata, para latiguear, así que como tenía que lanzar lejos, tuvo que
usar un buldó, esa bollita de plástico trasparente con dos taponcitos de goma,
semi-llena con agua, que por su peso, le permitiera lanzar la mosca a la otra
orilla del río y flotando, dejarla bajar por la suave corriente hacia el área
donde se encontraba aquella enorme trucha.
A cierta distancia del buldó instaló también otra mosca con
apariencia ahogada y luego una seca, que quedaría saltarina al pender de la
línea fuera del agua, semejaba a la que suponía estaba cazando ese día la vieja
trucha.
Entusiasmado con todo aquello, al lanzar con su corta caña
de fibra, no reparó en una rama más baja del árbol que tenía sobre él,
que colgaba hasta mitad del río y la bolla quedó enredada, pendiendo de ella
los señuelos, las engañosas moscas.
Aquello era imposible de recuperar, así que tiró con fuerza
para romper la línea de nailon. La rama se zarandeó por el tirón y luego
regresó a su sitio al romperse el hilo con escandaloso movimiento. Así
que el buldó quedó colgando con las apetitosas pero farsantes moscas de aquella
inoportuna rama del árbol, que no podía alcanzar.
¡Que mala suerte!
Esa actividad provocó una huida de todos los peces que en
aquel momento se encontraban en la superficie. Tendría que esperar un buen rato
hasta que el ambiente se calmara.
Un poco enfadado, renovó su arte y buscó nuevamente otras
moscas de semejante aspecto.
Pacientemente aguardó un buen rato hasta descubrir entre
todas aquellas truchas menores su codiciado ejemplar.
Con mucho sigilo, volvió a lanzar la bolla y esta vez
acertó a situarla aguas arriba, sin que se le enredara en la maldita rama del árbol
que tenía sobre su cabeza.
La pequeña bolla, que imitaba una burbuja de agua,
descendía por la suave corriente en dirección hacia el rincón donde reinaba su
trucha.
Mantenía la línea levantada para que los señuelos que
pendían de ella, actuaran como si fueran de verdad: uno ahogado dentro del agua
y el siguiente saltaba por la superficie.
Pero allí no ocurría nada. Así que recuperó la línea e hizo
un nuevo lance algo más a la derecha.
De pronto, un chapoteo seguido de un tirón le indicaron que
ya la tenía. Bueno, parecía grande, pero tampoco estaba seguro de que fuera su
preferida.
Tiraba con bastante fuerza, pero el no debía de aguantar
toda aquella tracción, pues peligraba que el anzuelo desgarrara su boca, si no
estaba bien clavada; se doblara el anzuelo; o también podría romperse la fina
cameta que terminaba el aparejo. Vete a saber.
Ahora tocaba cansarla soltando hilo con el freno del carrete
suave, regulado para la resistencia máxima de la línea, y recuperar cuando el
pez cediera con paciencia y sin prisa.
Así pasaron muchos minutos emocionantes, con esa lucha
sutil, donde la caña quedaba muy arqueada, manteniendo en todo momento la
tensión necesaria; ni más ni menos; era muy emocionante.
La trucha parecía rendirse a los cinco minutos. Cinco
minutos de cobrar y soltar línea, procurando que no se enredara, tras los
achuchones del valiente pez, que aún no se dejaba ver.
Ahora más cansada, subió cerca de la superficie. Parecía grande,
pero de repente picó nuevamente hacia el fondo de la peña, a su refugio,
buscando su defensa.
Era grande, pero no parecía ser la que había descubierto
bajo la sombra de la aquella roca, pero no le importaba demasiado, el lance era
emocionante.
Poco después, agotada, agotada, le mostraba la barriga. Era
el momento de actuar con el salabre. Lo descolgó de su cintura con la mano
izquierda y lo desplegó con un ligero pero enérgico golpe, luego lo sumergió y
dirigió la trucha con sumo cuidado a su interior. Una vez dentro el pez, lo
elevó hasta la ribera.
Era grande, casi tanto como su record, pero no la reina de
aquel tramo de río; le había parecido más grande.
La sujetó con una mano y con cuidado le desprendió el anzuelo con muerte. La miró orgulloso unos segundos y sin pensarlo mucho más, la devolvió al río. Con suaves movimientos desapareció en el fondo.
Esta, ahora, con su experiencia, como la reina, recelará
desde ahora mucho más de los señuelos. Se asegurará mejor en la autenticidad de
sus presas, y por ello, cumplirá más años en el río. Se hará más astuta y de
mayor tamaño, convirtiéndose en esa pieza tan soñada por el pescador.
Es una lucha entre sabidurías y estrategias; entre el pez y
el eterno depredador. Una lucha, en que se enfrentan dos acciones: por un lado
la habilidad para zafarse y por el otro la de ser capaz de capturarla.
Hoy día, con la entrada lenta de la cultura en nuestro
país, imitamos por fin, en algunos cotos a otros pueblos, como los
suizos, que desde hace muchos años, ellos ya tenían establecido pescar sin
muerte. De esta forma, se devuelve estos ejemplares al río, con el menor daño
posible y así seguir disfrutando, el pescador deportivo, con hermosos lances
menos incruentos.
Nuestro pescador, se marcha contento, soñando que otro día
tendrá más suerte para capturar su trucha soñada.
Por otra parte, se iba algo triste, porque la
frondosidad de la ribera, de aquel bosque de galería, le impedía pescar con su
técnica favorita, la técnica más hermosa de este deporte: lanzar la mosca con
cola de rata.
Ese movimiento de vaivén constante de la caña, latigueando
en el aire esa larguísima línea cónica, que con habilidad, el buen pescador, es
capaz de lanzar en su punta el señuelo, esa mosca seca, esa ninfa, ese engaño,
a más de quince e incluso veinte metros. El cebo artificial caerá ante la
boca de la codiciada reina del río, la más grande, la más difícil, la más
lista. Hermosísima técnica de pesca, y difícil.
¡Bueno! Pensaba, no siempre se puede pescar en esos ríos deliciosos de
Asturias, del Norte.
Y con sus pensamientos se marchó contento por su aventura
de aquel día, sin sospechar la TRAMPA MORTAL que había dejado instalada sobre
el río.
El engaño ahora estaba servido para las aves insectívoras, como este
desgraciado Pico picapinos.
Manolo Ambou Terradez
Buena cronica de la cruda realidad, el hombre es capaza de casi todo, por satisfacer sus dañinas aficiones.
ResponderEliminarJESUS PUEYO
ResponderEliminarMe ha encantado tu historia, esperemos que sirva para concienciar a algunos pescadores.