lunes, 18 de septiembre de 2023

MAL DE ALTA MONTAÑA


UNA SITUACIÓN

 APURADA


Practicando el alpinismo, solo he sufrido un episodio problemático de mal de alta montaña, que nos puso en apuros a un compañero y a mí.







Era un día de agosto en 1975, cuando aprovechando las vacaciones de verano, realizamos un viaje a los Alpes franceses, concretamente a la Meca de la escalada en montaña, Chamonix. En la comuna alpina germinó este atrevido deporte, el Alpinismo. Sus innumerables aventuras generaron relatos y guiones cinematográficos excepcionales.


El nuestro, no era un viaje exclusivamente de montaña. Queríamos visitar Suiza y otras regiones francesas, pero como montañeros no podíamos desperdiciar la ocasión de ascender al pico más alto de los Alpes, el Mont Blanc, con sus 4.808 m.



Era una ascensión relativamente sencilla, pero requería de aclimatación, resistencia y sencillos manejos de cuerda, piolet y crampones. Por ello no me inquietaba realizarla con mi compañera Pilar y dos alumnos de esquí, Jesús y Miguel, con quienes habíamos hecho buenas migas.


Al valle, llegamos en el crepúsculo y, muy cerca de Chamonix, ya nos sorprendió un glaciar que casi alcanzaba la propia carretera. El ambiente prometía.



Después de alojarnos en el camping, fuimos a la oficina de guías de montaña para consultar la previsión del tiempo. Planificaríamos la ascensión al pico más alto y emblemático de aquel macizo en función de la información.

Nos indicaron que llevaban veintidós días en condiciones climatológicas desfavorables y preveían que se alargarían una semana más. Como sabíamos que la fiabilidad en la predicción meteorológica de estos profesionales era total, mientras tanto, proyectamos una visita a Suiza.


Cumplido nuestro viaje, regresamos a Chamonix e inmediatamente volvimos a la oficina de guías:


Amaneció un día magnífico, hay que salir corriendo.



— Tenéis un día y medio para realizar la ascensión — nos dijeron.


Así que, sin pérdida de tiempo, con el material adecuado, partimos de la Gare de Bellevue (1.794 m), para tomar un tren cremallera que nos llevaría al refugio Nido de Águilas (2.371 m).


Esta ascensión tan precipitada, que no daba opción a la correspondiente aclimatación, tuvo consecuencias. 


Pilar se quedó en el refugio ya afectada de un fuerte dolor de cabeza.

Miguel, Jesús y yo continuamos. Después de remontar una fuerte pendiente de rocas alcanzamos el refugio de Le Goûter (3.800 m), también con fuertes dolores de cabeza.





El refugio estaba a tope. Todo el mundo esperaba la ascensión al día siguiente, pues amanecería con buen tiempo y seguiría así hasta el mediodía.


El malestar era tan intenso que me impidió fotografiar el espectáculo que se había formado en el exterior. Las nubes, alargadas y rosadas por la luz del atardecer, desfilaron ante nosotros como si fueran una migración de dinosaurios. 

 

El refugio estaba repleto de montañeros ansiosos del respiro meteorológico que permitiera hacer la cumbre del mayor pico de los Alpes.

No quedaban literas y tuvimos que dormir acostados sobre las mesas del comedor que quedan libres después de cenar.


Nos llamó la atención la colocación del váter: al final de un corredor, fuera del refugio. Quedaba colgado sobre el abismo. Solo mirar por el orificio producía vértigo.


A la una de la madrugada me despierta la agitación de las primeras cordadas. Son los guías y sus clientes que salen ya hacia la cumbre.


Sorprendentemente aprecio que ya me he aclimatado y ha cesado el dolor de cabeza. Pregunto a mis compañeros y únicamente Miguel sigue con dolor y angustia. 


No tengamos prisa. Dejemos que nos marquen la ascensión. Saldremos a las tres y de paso a ver si mejoras, Miguel — les indiqué.


Eran casi las tres de la madrugada y Miguel seguía sin recuperarse, así que solamente Jesús y yo, con las linternas frontales, seguimos aquella procesión nocturna que se dirigía hacia el abrigo Vallot. 


Calzados con los crampones y apoyados con el piolet, inicié yo nuestra ascenso. La nieve helada crujía herida por los crampones. Cuando llegamos al pequeño refugio metálico, montado estratégicamente entre unas rocas, comenzaba a amanecer. Bajo, en el valle, en tinieblas aún, brillaban las luces compitiendo con las estrellas. 



Desde el refugio Vallot (4.360 m) y en nuestro breve descanso, apreciamos los estragos que muchas cordadas estaban sufriendo por la falta de aclimatación.  

Seguramente las condiciones físicas de algunos alpinistas tampoco eran las idóneas.

Un helicóptero no paraba de hacer viajes para evacuar montañeros incapacitados. 




Mientras realizábamos un pequeño descanso, Jesús me comenta que tenía algo de malestar, pero me insistió que podría aguantarlo. Seguimos con nuestra ascensión.



Tras superar un lomo con cierta pendiente, pronto nos encontramos en la larga y estrecha arista de las Bosses, que nos llevaría entre abismos hasta la cumbre. 


Nos cruzábamos con las primeras cordadas que ya descendían, pero han menguado. Solamente un tercio del conjunto que salieron desde el refugio de Goûter continúan en buen estado.




Con un paso muy cómodo, al fin, llegamos a lo alto de aquella importante montaña de suave cúspide a 4.810 m. La sensación térmica era de unos -20ºC por el fuerte viento.


El interminable ascenso debió costarnos unas cinco horas.
Nos felicitamos y allí de pie, sacamos algunas fotos, mientras contemplamos el extraordinario paisaje. Europa a nuestros pies.


Europa ante nuestros pies.

No invertimos mucho tiempo en comer unas onzas de
chocolate con frutos secos y comenzar el descenso antes de enfriarnos.


Ya bajando, aún nos cruzamos con una cordada de tres alpinistas alemanes. Era la última. 


Vamos encordados y me pongo de segundo, detrás de mi compañero. Con la cuerda lo controlo. Cuando la arista Bosses aumenta su anchura y la pendiente se suaviza, Jesús se sienta delante de mí para descansar. Aunque sé que no es conveniente se lo consiento un par de minutos.



¡Hala, vamos — le hago saber algo preocupado!

— ¿Sabes lo que te digo? Ves bajando tú que yo me quedo aquí — me dice con una tranquilidad espantosa.


Aquella contestación me hace comprender que no está en sus cabales, seguramente por estar afectado de mal de altura. Ahora sí que estaba muy preocupado, aunque lo tenía claro.

Ante su negativa a descender, y sin dudarlo, le pongo un pie con los crampones sobre su mochila y lo empujo, obligándolo a descender rápidamente resbalando de espaldas. Lo paro con la cuerda y mi piolet clavado hasta la cruz. El recorrido es de unos quince metros arista abajo. Lo alcanzo y vuelvo a repetir mi acción. El objetivo era perder altura lo antes posible. Como continuaba sin querer descender y diciendo tonterías, me vi obligado a repetir mis empujones dos o tres veces.  Quizá fueron más… 


Por fin, y ante las preguntas que seguía haciéndole mirándole a los ojos, me pareció que comenzaba a recobrar la razón, pese a estar aún algo confuso.


Mientras perdíamos altura progresivamente seguí asegurando su descenso (que ya realizaba él mismo sin necesidad de empellones), y así continuamos, sin más problemas, hasta el refugio Vallot, donde realizamos un breve descanso y comentamos lo ocurrido. Jesús no lo recordaba muy bien. 



Un buen rato después, y medio corriendo, llegamos al refugio de Le Goûter donde nos esperaba nuestro compañero Miguel ya recuperado. Sin pérdida de tiempo nos apresuramos en nuestro descenso, dado que se estaba montando una tormenta. Nunca había visto caer a la vez agua, granizo y nieve, adobada por truenos y relámpagos. Era mediodía. El parte que nos dieron en la agencia de guías fue exacto: un día y medio. Impresionante.


Era medio día y comenzaba a nevar.


En Nido de Águilas, Pilar, también completamente aclimatada, nos contó que se había enterado de que dos de nosotros habíamos hecho cumbre. Fue informada por los montañeros de las cordadas que ya habían descendido.  Se fijaron que nuestra cuerda era de color fucsia y Pilar confirmó que éramos nosotros.


¿Qué conclusión podríamos sacar sobre el efecto de la elevada altitud sobre los humanos?  


Cada organismo tiene una capacidad de aclimatación más o
menos rápida. Confiaba en la mía por otras ascensiones, en las que no tuve problemas. Aunque nunca se sabe. Por supuesto, que disponiendo de tiempo hubiéramos realizado una ascensión sin tantas irregularidades, pero…el alpinismo es así de divertido.   


Fotografías del autor.


Manolo Ambou Terrádez

4 comentarios:

  1. Un buen artículo para recomendar que lo más importante es la aclimatación.

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  2. Valioso relato, todo un testimonio de profesionalidad y valentia. Sí, los esquiadores podemos sufrir mucho. ¿algun consejo que debamos tener en cuenta para minimizar los riesgos con aludes?

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  3. Los aludes son desastres que en parte podemos prever, especialmente fuera de pistas. Hay todo un proceso de averiguar el estado de la nieve, pero para ello requiere un curso realizado por expertos. Em pistas tratadas por las estaciones es muy infrecuente que te pille algún alud, normalmente será suave, pero no por ello peligroso, como verás en mi siguiente artículo. En 45 años esquiando solo he conocido otro más como el que describo, sufrido por compañeros. Solo quedó en un susto.

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