Qué
occidental no ha soñado alguna vez viajar hasta la India? Yo como uno de ellos
lo hice también, y desde muy pequeño. Historias y cuentos descritos en libros y
películas que me hicieron soñar, y como siempre he procurado alcanzar esos sueños
alguna vez, en 1990 tuve la oportunidad de poderlo hacer realidad y sin dudarlo
nos enrolamos en un viaje con destino a ese país tan singular, lleno de
contrastes, como me habían contado.
Este pueblo es una explosión de color constante que no
puede dejar indiferente a ningún viajero occidental, y en especial a los
aficionados a la fotografía, como me ocurre a mí.
Fuimos
saltando de ciudad en ciudad, admirando sus formas de vida, sus construcciones,
sus tradiciones que ocupaban pronto los carretes de mi cámara. Todo era fotografiable. Todo era tan
distinto a nuestro mundo occidental que mis sentidos requerían de un gran
esfuerzo para no perder algo interesante que se me pudiera escapar. Atento
siempre a no ofender a ninguno de sus ciudadanos, pues me hubiera gustado
llevarme un recuerdo de todo, y digo todo, aunque también estaba limitado por
el número de carretes de diapositivas con los que contaba.
Daba la
impresión que había caído en una época mixta, a la vez casi medieval, por su
sencilla forma de vida, pero consciente de su avanzada tecnología, de todos
sabido, como para disponer incluso de armamento atómico.
Aquellas
calles repletas de pequeños comercios, ante los cuales trajinábamos entre
coches, motos, bicicletas, camellos, caballos, bacas, elefantes. Pero, además,
todo un gentío de personajes con vestimentas heterogéneas, a caballo de
tradiciones e influencias occidentales, pero siembre resaltando los coloridos
de los saris, que con singular gracia visten a sus esbeltas mujeres. ¿Podéis
imaginároslo?
Partiendo de
Jaipur hacia el este buscábamos Agra.
Poco antes nos dimos de lleno con la ciudad mogol de Fatehpur Sikri
donde contemplé sus originales palacios realizados con roca arenisca roja, que
le dan una enorme robustez y original aspecto, conjuntados con detalles
importados de Asia central y del Irán. Sin desperdicio. Pero mi meta principal
estaba en Agra.
Sobre el
atalaya del Fuerte Rojo, bastión de la
ciudad, pude descubrir uno de mis objetivos en mi viaje. Junto a la orillas del
río Yamuna, afluente del Ganges, un hermosísimo monumento se alzaba
resplandeciente como una gigantesca perla. Era el Taj Mahal.
Ahora lo
estaba contemplando como lo hizo Shah Jahan, prisionero de su hijo, durante sus
ocho últimos años de su vida, mirando la tumba que había construido para su
amadísima esposa, a solo dos kilómetros de su prisión.
Por un
momento quedé paralizado. Necesitaba asimilar aquella aparición, aquella imagen
tan soñada. Era superior a lo que imaginé. Trascurrieron varios minutos en
silencio, sin cansarme de mirarlo.
Estaba ante
el mausoleo del amor, construido para su esposa en 1656 por Shah Jahan “Emperador
del Mundo”, la emperatriz Aryumand Banu Begam, más conocida como Mumtaz-i Mahal
“La Perla del Palacio”. Mumtaz Mahal dio a su esposo catorce hijos, pero falleció en el último parto.
Ahora me
encontraba apoyado sobre una esquina de la entrada, admirando aquella realidad,
el mayor ejemplo de la arquitectura mogola, patrimonio de la Humanidad, como sencillo
fotógrafo, como viajero. Creía haber penetrado en alguno de los cuentos de
aquel libro que, seducido en mi juventud, leí tantas veces.
¿Acaso era un sueño?
No se cuanto tiempo pasó mientras digería
aquel espectáculo arquitectónico que se alzaba ante mis ojos iluminado por el
sol. Resplandecía.
Toda aquella
construcción central, de unos sesenta metros de altura, estaba realizada con
mármol blanco traído de las canteras de Makrana, situadas a más de 300
kilómetros del lugar en carretas arrastradas por bueyes, búfalos, camellos y
elefantes.
La tumba se
alzaba en el centro de un pedestal cuadrado, de cuyos extremos surgían
vigilantes cuatro minaretes, culminados por chattris, desde donde el almuecín llama a los fieles islámicos a la oración. Estaban construidos con cierta
inclinación hacia el exterior para que, en caso de derrumbamiento, no cayeran
sobre el edificio principal.
La entrada al
mausoleo se encuentra rodeada por una leyenda basada en pasajes del Corán, incrustada
en el mármol, ampliada conforme ascendía, para mantener su proporción visual.
Pero todo
aquel mármol esta decorado con incrustaciones florales, tanto en el interior
como en el exterior, formadas con oro y piedras semipreciosas: jade, jaspe,
hematíes, lapislázuli……
Dos alimoches enamorados también contemplan las ricas incrustaciones en el blanco mármol. |
El interior es
una sala octogonal decorada con finísimas y complejas incrustaciones, zócalos
que representan motivos vegetales en bajorrelieve y delgadas pantallas de
mármol calado con extraordinaria precisión simétrica que rodea el cenotafio.
Toda esta artesanía envuelve ahora las tumbas de Sha Jahan y su esposa Mumtaz,
aunque, realmente, se encuentran en una sala inferior, sin decoración, pues la tradición musulmana prohíbe la decoración elaborada de las tumbas. Lástima que no estuviera permitido fotografiar en su interior.
Los cenotafios, las tumbas vacías. |
Una vez
relajado ante el primer impacto del bellísimo mausoleo, pude apreciar que a
ambos lados se alzaban dos mezquitas similares, construidas con arenisca roja,
culminadas con tres cúpulas de mármol blanco. Mantenían una simetría al
conjunto monumental, hasta el punto, que solo la del oeste se empleaba para el
culto, ya que la del este, llamada “eco de la mezquita”, no se puede utilizar
por tener la orientación opuesta, litúrgicamente incorrecta.
El emperador
Shah Jahan proyectó su mausoleo de mármol negro a la otra margen del río, pero
su hijo Aurangzeb lo impidió al encarcelarlo, y lo enterró a su muerte junto a
su amada en 1666.
Puerta de entrada al complejo funerario. |
Nos costó dar
la espalda al monumento. En varias ocasiones no pudimos resistir y nos
detuvimos para contemplarlo, por si fuera la última vez.
Sin duda
alguna, es una de las construcciones más bellas y perfectas de la historia de
la arquitectura, que recuerda al mundo aquel inmortal amor. Y así la guardamos
en nuestra retina, en nuestra memoria, para siempre.
Fotografías del autor.
Manolo Ambou Terrádez
Las fotos muy buenas y el texto ameno.
ResponderEliminarMe gusta.
Sento
Precioso relato.
ResponderEliminarComo siempre las fotos muy buenas y el texto interesantísimo
ResponderEliminarManolo precioso ya me gustaria hacer ese viaje, que tequeda porver bandarra. Un abrazo de Angel.
ResponderEliminarhermosas fotos monolo sé desde hace mucho tiempo que eres un gran amante de la fotografia
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