UNA DISCRETA AVE
Durante mis numerosas jornadas de campo y en algunas ocasiones he tenido
encuentros con especies sumamente discretas, por sus costumbres crepusculares o
nocturnas, o también en algunas aves por su camuflada librea. Este es el caso
de nuestro torcecuellos.
Mi encuentro con el mundo natural comenzó en época muy temprana incluyendo
mi interés por las aves, en aquella época sin medios ópticos y ni siquiera
información editada especializada.
Me limité a hojear una y mil veces el maravillosa diccionario enciclopédico ilustrado de José Alemany que me dejaba mi padre para distraerme, cuando convaleciente quedaba prisionero en la cama por las clásicas enfermedades de cualquier niño, por lo que quedó un poco desvencijado.
Me limité a hojear una y mil veces el maravillosa diccionario enciclopédico ilustrado de José Alemany que me dejaba mi padre para distraerme, cuando convaleciente quedaba prisionero en la cama por las clásicas enfermedades de cualquier niño, por lo que quedó un poco desvencijado.
Este maravilloso y pesado libro que
informaba de forma escueta de todas las palabras, añadiendo un sencillo dibujo
a plumilla de ella si se prestaba, solo en pocas ocasiones aparecía unos
hermosos cuadros en color que agrupaban algunas especies de fauna, flora o
minerales; extraordinaria información que me cautivó, provocando en mí esa
enorme curiosidad por conocer y valorar todo este mundo de bellezas que nos
rodean, impensables para mí.
Hasta entonces todos mis conocimientos se forjaron directamente en mis
jornadas de campo y en la información incompleta que aquellos campesinos,
cazadores o los más eruditos del lugar pudieron ofrecerme amablemente.
Estoy hablando de los años cincuenta, cuando ni por asomo existía en mi
país la TV.
La literatura especializada era muy
cara y la encontré posteriormente en los años sesenta – setenta, cuando
comenzaron a importarse los maravillosos libros de campo editados por
científicos ingleses; grandes ornitólogos, auténticas joyas.
Así que para mí fue una interesante novedad encontrarme cara a cara con
esta desconocida ave, que por su gran discreción había pasado desapercibida
hasta este momento. Os lo cuento.
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Era un día muy caluroso de Junio, esa época en la cual gran número de fauna
se encuentra atareada finalizando sus nidificaciones. Mi costumbre de poner en
los orificios de los viejos árboles pequeños palitos atravesados dio resultado.
Lo habían quitado sistemáticamente varias veces, a lo largo de un par de días,
lo que me confirmaba que en su interior se albergaba algún animal.
Se trataba de un centenario algarrobo de tronco rugoso y algo retorcido, con algunas
heridas ya cauterizadas por fuera, que daban paso a su interior con madera
descompuesta, donde posiblemente albergaba algún animal con hábitos troglodita´.
Así que busqué un lugar para apostarme con mi tela de camuflaje a una
distancia prudente y esperé con cierta impaciencia a que se descubriera quien
era el inquilino de aquel centenario árbol.
Habían pasados solo treinta minutos cuando por aquel orificio apareció la
cabeza de un ave que, con el mismo aspecto de la corteza del árbol,
perfectamente camuflada por su librea críptica, solo pude distinguirla por sus
movimientos y gracias a los aumentos del teleobjetivo.
Emitía unos casi inapreciables sonidos mientras miraba en distintas
direcciones, comprobando mi ausencia.
Su cabeza de tono pardo terminaba con un pico más bien fino y mediano, que
contenía una larguísima lengua para captar aquella hormiga despistada que se
acercaba a su cubil. Jamás lo había observado, pero esto me dio la pista,
busqué en mi libro de campo en la familia de los pícidos (carpinteros) y así pude
confirmar de quien se trataba, un torcecuellos.
Jamás lo había visto. Otra especie para mi numerosa colección de aves
observadas.
La guía completó mis escasos conocimientos con esta ave, especialmente el
alojamiento de su larga lengua, como todas las especies de su familia, recogida
en una cavidad especial que circunda su cráneo y su extremidad provista de
numerosos ganchitos con los que atrapan las presas por más escurridizas que
sean, pero esta no, su lengua era igualmente muy larga pero muy fina y
seguramente pegajosa, por la facilidad con que le vi capturar a una hormiga que
errante pasó cerca de ella.
El ave, desaparecía y aparecía por el oscuro orificio algo inquieta. Yo
estaba tranquilo, ya que no miraba en mi dirección, por lo que no la
intimidaba, no me había descubierto.
Inesperadamente sacó todo su cuerpo del agujero y posándose en una ramita
se puso a emitir un reclamo que ya había escuchado numerosas veces, pero que
nunca había sido capaz de descubrir su autor, para mí había sido un misterio.
Kia-kia-kia-kia-kia………. Repetidamente unas 30 veces, con una frecuencia de
3 por segundo y un tono de lamento. Unos cortos descansos y pronto repetía su
fuerte reclamo que se debían esparcir por el monte a buena distancia.
De pronto y a distancia escuché el mismo canto, pero con un tono algo más
agudo.
¿Sería su pareja?
Segundos después, algo precipitadamente y sin dejar de emitir unos sordos
sonidos se introdujo en la cavidad y dándose la vuelta asomó su cabeza
nuevamente con las plumas de la cabeza encrespadas, mientras su pareja
descendía por una rama gruesa inclinada a su encuentro; llevaba el pico lleno
de bultos blanquecinos y se los ofreció como si fuera esta una cría; la
receptora debía de ser la hembra, un auténtico cortejo.
Acto seguido saltaron juntos por una de las ramas y aunque las hojas me impidieron
una visión clara, pude adivinar su cópula. Obviamente nidificaban en este
lugar.
Aun no existía Internet, pero si ya buena literatura especializada en aves.
Pronto me informé de su puesta (7 - 12 huevos blancos) y tiempo de incubación una vez puestos de unos 12 días
compartido por ambos, el macho por la noche y la hembra por el día. Con estos
conocimientos me aseguraban los momentos más activos para obtener un buen reportaje,
que completaran mis conferencias tan bien recibidas por jóvenes y mayores,
sobre “NUESTRO ENTORNO NATURAL”.
Félix Rodríguez de la Fuente terminaba de fallecer y aunque estaba presente
su maravilloso legado, el mundo apasionado por la naturaleza que había surgido
mayormente por sus extraordinarios reportajes necesitábamos más, que continuara.
Trasladé al lugar un hide de fibra de vidrio que imitaba una auténtica
roca. Esto me permitió estar más cómodo al poderme cambiar de postura, sin que el
escondite se moviera.
Días después y acostumbradas las aves a la roca, me introduje en ella y
quedé acomodado como en una piragua, pero con el trípode entre las piernas, el
objetivo de turno inmovilizado encarado al orificio del viejo algarrobo y
equipado con mucha paciencia.
No tardaron en presentarse las aves cargadas de jugosas pupas y larvas de
hormiga emitiendo sus característicos y discretos gorjeos que alertaban a los supuestos
poyos de su llegada.
Colgados con sus garras, apoyados con la cola en el borde del orificio y
tras asegurarse de ausencia de peligro, entraban en la oquedad un breve
momento, justo para alimentar a sus polluelos y esperar el paquete fecal de
alguno de ellos. Segundos después asomaba la cabeza portando en su pico aquel empaquetado
excremento y tras asegurarse nuevamente de algún peligro volaba con ligeros
movimiento ondulante, para desaparecer en la pinada y tirarlo lejos de allí.
No siempre se asomaban los padres con el paquete fecal, entonces salían
menos precipitadamente y posándose en una ramita cerca del nido relajados se
aseaban brevemente.
Esta acción fue repetida por ambos consortes muy frecuentemente y a lo
largo de mis visitas fue acortándose, supongo que a razón del desarrollo progresivo
de la pollada.
Estos pitos no trepaban por los troncos como lo hacen los
componentes de su familia, a pesar de que disponían como ellos dos dedos
dirigidos hacia adelante y los dos restantes, hacia atrás, característica
propia de estos.
Se acercaban al cubil especialmente a saltitos sobre las
gruesas ramas inclinadas e incluso en varias ocasiones pude verlos acercarse
por el suelo como si fuera un gorrión.
Pasadas las dos semanas de vida de los polluelos cuando estos comenzaron a
asomar sus cabezas en la entrada a la espera de sus padres. Miraban el exterior
con sumo interés. En solo unos tres o cuatro días más abandonarían el nido para
apostarse por los árboles de alrededor, esperando que con sus reclamos
acudieron sus padres para alimentarlos.
Así fue. Aquel día ya no había actividad en el viejo algarrobo, solo
escuchaba sus reclamos por los alrededores confirmando lo leído.
Seguirán a los padres unas dos semanas, bien alimentados por ellos y
aprenderían a introducir su larga lengua en los hormigueros para capturar sus
pupas, larvas o insectos ya formados en el exterior. Pronto se independizarán.
Parece ser que en algunas ocasiones suelen hacer dos nidificaciones y solo
quedaba confirmarlo y así fue.
Aunque no tuve ocasión, sí que pude enterarme del motivo por el cual se le
denominaba “torcecuellos”. Esta pequeña ave, cuando se ve amenazada en su
oquedad, estira el cuello y erizando las plumas de su cabeza comienza a
realizar movimientos que se asemejan a una víbora amenazadora, de esta forma
ahuyentan a los mustélidos que pudieran asomarse a su receptáculo.
A lo largo del verano, hasta Septiembre, comienzan a viajar hacia el Sur
para saltar al continente africano a la zona tropical, donde residirán hasta la
nueva primavera, cuando regresarán nuevamente a nuestras tierras, repletas de
uno de los alimentos más abundantes de la Tierra, sus hormigas.
Fotografías del autor.
Manolo Ambou Terrádez
Fabuloso artículo y muy buenas fotos enhorabuena Manolo
ResponderEliminarBonito articulo, muy interesante!!!un saludo
ResponderEliminarartículo y fotos muy buenas. gran labor la tuya.
ResponderEliminarComo siempre, un maravilloso artículo y preciosas fotografías Manolo.
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